domingo, noviembre 05, 2006

 

Encuentro

Sucedió de esa manera, un tanto casual, un encuentro no planeado con mi otro yo en una esquina húmeda. Llovía a torrentazos. El ruido de la calle sonaba aterciopelado, sordo. Como a través de una cortina de gotas que a la vez fueran de tela. El montón de gente en la boca de la estación del metro servía de tapón para evitar que los secos de adentro salieran a mojarse. Parecían héroes de la sequedad. Por allí pasé distraído, pensando más en el destino de ese día que en el umbral heroico que dejaba atrás.

De una alcantarilla salía humo cual un efecto de video clip musical. En realidad toda mi visión ese día estaba enfocada a esa zona entre las rodillas y el piso. Si subía la cara el agua me cegaba así que caminaba cabizbajo y achinado. Así aprendí el dolor de una púa de paraguas encajada inesperadamente en mi sien. Descubrí de qué color se ponen los zapatos cuando el agua los acosa y los alcanza. La mejor marca de calzado o la peor, todas con el mismo color triste, desabrido, de hollín de calle con cántaros de agua de ciudad, mezclado con aceite y gasolina arrojados hábilmente por los carros sin freno que infestan la ciudad. A esos los conozco muy bien.

En medio de esa emulsión de líquidos, emociones y colores se ocultó un hueco. Ese hueco en donde caería hasta la pantorrilla. Luego me pareció un hueco con dientes. Dientudo. Hiriente. Desgarrador. Cómo mi grito. El pantalón hecho tiras y el tobillo torcido más allá de lo decentemente permitido. Por fortuna salvé la rodilla soltando todo lo que traía: un libro viejo, un morral, un paraguas, posando las manos firmemente en el pavimento, manchándome de tubo de escape, de suelas, de escupitajos, de sudores, de polvo aguado.

Allí en ese instante, durante esos primeros segundos en los que nadie, ni tú mismo, saben lo que ha pasado fue cuando apareció. Él. Eso. Mi otro yo. Me observó con ojos de malicia, tensos como en espera de una reacción, amargados a la vez. Allí mismo maldije al mundo por no poder salir de aquellos dientes traidores para ir hasta ese yo, me revolví de la rabia e insulté a todo cuanto se me ocurrió insultar. Quedé ronco, a una distancia impotente de los héroes de la estación, o de la alcantarilla humeante, o del paraguas puntiagudo.

Luego esperé que el dolor se calmara (como si alguna vez esos dolores se calmaran) Ese otro Yo se difuminó en medio de una nueva pared de agua y mis intentos por salir lentamente, mirando sombrío la acera y más allá a los habitantes indolentes que se reproducen cuando llueve.

Esto ya me había pasado antes, en aquella otra avenida, más allá del parque. Recuerdo vagamente que la reacción de la gente fue más o menos la misma. Me miraban como a un loco enfurecido, sucio igual que sus zapatos y decían lo mismo que esta vez “ese es el vago que ronda por aquí, hablando solo y con un libro que nunca lee”

 

"Me faltan 3 barajitas..."


“Me faltan 3 barajitas” se dijo el lunes “y llevo gastado un dineral comprando barajitas repetidas”. Miraba su álbum con desespero, ese álbum Panini que cada cuatro años enfiebra al país por el mundial de fútbol. “Voy a tener que intercambiar con más gente”. Y así lo hizo. Se fue al centro comercial en donde cerca de un kiosco de ventas de barajitas habían reunidas 50 personas; señoras, muchachas, niños, ancianos, intercambiando febrilmente sus cromos. “Esta la tengo, toma esta, dame aquella, la 200, la 529” así se escuchaba el murmullo de aquel grupo cuando llegó con la esperanza de lograr obtener sus tres barajitas que le faltaban. Habló con una o dos personas y no tuvo éxito. Una anciana no le hizo caso y un niño estaba apunto de llorar cuando se le acercó así que lo dejó quieto. “No hay caso, aquí no hay suerte” se dijo.

Al día siguiente temprano en la oficina revisó las repetidas de sus compañeros, el vigilante de la entrada, la recepcionista, el jefe y el jefe del jefe. En el ascensor subió y bajó unas 22 veces con gente de otras oficinas. En la panadería revisó con los 4 dependientes y con la cajera. Se metió en la cocina junto a los panes recién horneados y revisó las repetidas de los panaderos. Hizo lo mismo con el restaurante chino de más allá y con la pollera de enfrente. En la bomba de gasolina por fin logró encontrar una de las que le faltaba. Y mientras el empleado de la bomba iba a buscar la barajita él se encargó de llenar los tanques de dos camionetas y hasta les limpió el parabrisas silbando alegre por su hallazgo. Ni los conductores de las dos camionetas ni sus hijos tenían barajitas que le sirvieran.

Viajando en el Metro tomó 18 trenes y revisó barajitas con gente en 14 estaciones distintas entre 3 líneas. A media tarde los empleados del Metro lo sacaron a la calle por sospechoso y porque además no tenía barajitas que les sirvieran a ellos. Estaba lejos de su casa así que tomó un autobús y allí conversó con todos los pasajeros revisando barajitas. Al doblar la esquina para llegar a su casa encontró otro de los cromos que le faltaba y loco de alegría se bajó del autobús y tomó otro que iba en dirección contraria. Así recorrió la ciudad de extremo a extremo en 8 autobuses distintos, a través de 72 paradas, 48 kioscos, 10 panaderías y hasta una licorería en donde tras dos cajas de cerveza logró revisar barajitas con 23 borrachos... pero sin resultado.

Finalmente agotado tomó nuevamente el autobús hasta su casa. Era ya tarde. Se bajó y comenzó a caminar hacia la entrada del edificio. Por el camino detuvo a una vecina y al conserje pero no tuvo éxito. La barajita no aparecía. En la entrada de su edificio un indigente revolvía la basura en busca de restos así que lo rodeó para llegar hasta la cerradura. En eso le abofeteó el olor penetrante del vagabundo y se volteó para decirle que se fuera pues además estaba regando todos los desechos. “¡Epa, sal de aquí vago!”. El indigente gruñendo se comenzó a retirar de mala gana, a unos metros se detuvo y se volteó “¿A usté le falta la 29 verdad? sonrió con unos dientes picados sacando de un sucio bolsillo la flamante y esquiva barajita. De inmediato se metió en una vereda cercana para subir hasta la barriada pobre y oscura que quedaba detrás.
Él lo miró por 5 minutos mientras se alejaba. Pensando en las ironías de la vida. Luego cerró la reja nuevamente y comenzó a caminar con paso rápido por la vereda tras su barajita hasta lo más alto del cerro.

 

La espera


Allá estuve bajo aquella mata de mango, en un chinchorro colgado, contemplando el enésimo atardecer, esperando la noche, enésima también, el sueño tardío…las vueltas en la cama…el desvelo, la madrugada y arriba otra vez. Recuerdo otros tiempos de espera, de calma superficial pero de tensión adentro, buscando esas letras, ese papel, ese tiquitiqui de las teclas que cuando comienzo a escribir rápido parece que estuviera lloviendo sobre un techo de plástico. Así voy leyendo en mis tres relojes ese tiempo que no para, indolente, taimado…ah pero cuando la cosa es gozar ¿que rápido que se mueven no? Voy a lanzar uno por uno a la basura para que dejen de acosarme. Si. Ya lo he decidido. Aunque igual están allí los relojes de la calle, el del banco, el de la señora esa que está sentada a mi lado en el vagón del metro. No hay remedio. Sigue la espera atada a esas manecillas, claro, porque ninguno de mis relojes es digital.

Cuando abro los ojos una vez más, luego del mango, el chinchorro y la enésima noche, contemplo mi techo gris que refleja las luces del día que nace y de los carros que van a sus trabajos. Yo no voy para el mismo sitio. Me quedo por un rato más mirando el gris y pensando en el luego. También hay una pregunta sabrosa que flota, sabrosa pero en un sentido medio masoquista, “¿y ahora que?”. Luces, baño, cepillo, ropa, calle… ¿y ahora que? Preguntita insolente y persistente. En la mañana me asusta cuando aparece por primera vez pero ya en la tarde es una vieja compañera y en la noche se marcha una vez más para vernos mañana.

Los que me ven en la calle, o en el chinchorro o junto a mi pregunta ven mi piel, mis ojos, mi cara que se esfuerza en el aguante pero la verdad es que me azota un cansancio de mil años, un peso en mi caminar como si fuera sobre barro, una neblina insidiosa de pesar. La lluvia pasa, el frío, el calor, los tiempos, pero igual aguanta la mata de mango, el chinchorro colgado, el atardecer. El hambre que viene y se va sin horarios. El sueño intermitente. La espera, el aguante.

Hoy soñé con aquellos días sin fin, después de la recta sin fin, de cuando niño, comía y dormía en otros chinchorros, en otras hamacas, la tarde iba sin prisa, el sol subía y bajaba y yo ni lo veía. Era tanta la calma que el espíritu se adormecía de paz y los relojes quedaban olvidados en el fondo de algún bolso hasta casi detenerse por falta de cuerda. Hoy las horas también pasan mientras contemplo ese atardecer innumerable, pero ahora ¡como duele! Como se contradice la vida cuando nos apura tanto para vivir luego apurados con deseo de frenarnos…y cuando por alguna razón nos frenan de golpe, entonces vivimos deseando tanto volver a correr.

 

Pararé en loco!

El siguiente paciente llegó puntual, tímido más no inseguro, con ropa casual, informal y cómoda, de mediana edad y una tranquilidad desconcertante.

- Hola Doctor – saludó

- Hola – le respondí – siéntate en este sofá, ponte cómodo y vamos a comenzar, ¿te parece?

- Está bien - dijo y se sentó abrazando sin darse cuenta uno de los cojines

Mientras se sentaba miraba con atención mis tres bibliotecas repletas de libros aunque sólo una contenía únicamente libros de Psicología Clínica y Psiquiatría.

- A ver… ¿qué te trae por aquí?

- Voy a parar en loco Doctor – me dijo tranquilamente

- ¿Cómo es eso, explíqueme?

- Bueno…usted me ve ahora tranquilo, conversando con usted y de lo más normal…pero la verdad es que los miedos me acosan aquí y allá y cuando menos me lo espero alguno de ellos me paraliza

- ¿Descríbame esos miedos? – le pregunté ya muy curioso

- ¿Describirlos?...bueno no lo sé…lo que le puedo decir es que me congelan…le tengo terror a manejar por ejemplo, terror a un accidente o a un altercado o a no saber que hacer o a quedarme debiendo un dineral por el choque…

- Disculpa – le interrumpí - ¿Tu manejas normalmente? – Ya me esperaba la respuesta…

- No Doctor, no manejo

- ¿Y como temes tanto el manejo si no lo practicas?

- Allí está el detalle…no lo sé…pero me asusta…pienso que pararé en loco…y eso no es lo único…cuando me frustro me doy golpes, me grito a mi mismo y me golpeo con mucha fuerza…o me muerdo, en ocasiones hasta sangrar…


En ese momento una perla de sudor le bajó por la sien y sus ojos mostraron por uno o dos segundos ese reflejo de locura al cual tanto le temía el paciente…

- Mire, vamos a revisar que pasa con usted, vamos a conversar y a trabajar sobre eso, es importante su decisión de venir a verme así que por allí ya podemos decir que comienza la solución…

- Pero Doctor…le digo que estoy aterrado…me descontrolo…no agredo a nadie eso sí, pero cuando estoy solo soy un peligro pero para mi mismo…y para algunos objetos que he destrozado por pura frustración…

- Bueno, bueno, calma…creo que si logras como dices controlarte cuando estás con otras personas lo podrás lograr estando solo…lo primero que vas a hacer es responderme este cuestionario de preguntas, hazlo con calma, llévatelo a tu casa y en la próxima cita comenzamos a trabajar sobre eso ¿si?...ah y es muy importante que me escribas un cuento

- ¿Un cuento?

- Si, un relato sobre cualquier tema, escríbelo preferiblemente en primera persona

- Está bien Doctor – se puso de pie dudoso – Nos vemos entonces en la próxima cita

Acto seguido mi paciente un poco más tranquilo aún de lo que ya vino salió de mi oficina mientras yo anotaba sus datos y su próxima cita….

A la semana siguiente regresó todavía con su tranquilidad característica y llevando bajo el brazo una carpeta.

- Doctor….aquí le traje varias de las respuestas y el cuento que me pidió…- lo dijo casi con vergüenza

- ¡Muy bien!, déjeme guardarlo aquí en mi escritorio y luego los leo…

Tomé las hojas escritas que me dio y antes de guardarlas en la gaveta leí por encima pues me llamó de inmediato la atención la primera línea de su cuento que decía…”El siguiente paciente llegó puntual, tímido más no inseguro, con ropa casual, informal y cómoda…”


 

Nueva casa


El hombre detuvo la camioneta al pie de la pequeña colina y miró a su alrededor, era un pueblo tranquilo de habitantes pacíficos y hospitalarios. “Si, será bueno vivir aquí” pensó satisfecho mientras se encaminaba hacia la nueva casa. La loma no era muy elevada pero desde ella se divisaba gran parte del pueblo, las casas de estilo antiguo simétricamente ordenadas, el río transparente, la iglesia sobria con su imponente campanario, todo se veía desde allí. El viento sopló de pronto, frío, el hombre, estremeciéndose, reinició su caminata por la delgada vereda, apenas visible, dejando atrás la cima de la colina, más adelante ya se distinguía la casa de la cual, pronto, sería dueño. A su alrededor amplios bosques dejaban ver aquí y allá las amarillentas construcciones del poblado, los pájaros dialogaban en lo más alto con mil tonalidades distintas y un aroma de tierra húmeda y flores silvestres daban al lugar un aire de paz y armonía con la naturaleza.

Al llegar al frente de la casa, el hombre comenzó a detallarla, era una amplia construcción de madera oscura, en su parte frontal tenía un extenso corredor cuyo techo era sostenido por delgadas columnas pulidas, para entrar al mismo había que subir una pequeña escalinata de apenas tres escalones. El hombre pisó el primero y sintió un crujido, que sonó a viejo, en la madera, terminó de subir y paseó por el corredor de un lado al otro con la sensación de quien ya se ha adueñado de su casa, acariciando la madera y reconociendo el olor de su nuevo hogar. El viento sopla, cada vez mas fuerte, “Va a llover pronto” piensa el hombre, saca las llaves del bolsillo y las introduce en la cerradura. La puerta se abre con parsimonia, hacía tiempo que no lo hacía, una nube de polvillo fino rodea al hombre, quien entra confiado y satisfecho. A la izquierda, unas viejas sillas y una mesita forman la sala de estar y recibo, a la derecha, una gran mesa rodeada de seis sillas altas bajo una lámpara de vidrio es el comedor, al fondo, hacia el ala izquierda, está ubicado un enorme baño y en el lado opuesto se ubica la cocina, todo esta adornado por una gruesa capa de polvo. El hombre abre las ventanas de gruesos postigos, que se quejan al abrirse, en la cocina algunas gavetas están abiertas y una ventanilla rota. El corredor del fondo permite contemplar los bosques por entre los cuales, corre un camino serpenteante en dirección al pueblito. El hombre vuelve a entrar a la casa y se dirige a las escaleras que llevan al segundo piso, donde se encuentran las cuatro habitaciones que servirán para alojar a su familia. A medida que va subiendo contempla los pintorescos cuadros colocados en la pared izquierda, todos fueron pintados por un mismo autor, un primo de la familia, en ellos están representados abuelos y tíos de los anteriores dueños, quienes vivieron por muchos años por aquellos lugares. Por fin llega arriba, a lo largo del pasillo se pueden ver las cuatro puertas correspondientes a los aposentos, cuatro habitaciones y un baño, un ruido infinitesimal, pero perceptible, llama su atención, “un ratón”, piensa, el ruido se repite, “¡Bah!, ya los iré matando”. El hombre toma la perilla de la puerta del baño, adentro hay menos polvo que en el piso de abajo, mas bien todo parece demasiado limpio, en el lavamanos, unas manchas azuladas y rojizas, rodean el desaguadero, “algún pintor intruso debe haber dormido aquí” reflexiona, entre tanto, en el fondo del pasillo el ruido se desliza. El hombre sale del baño y penetra en el primer cuarto, es el estudio, allí hay un escritorio, una ventana que da hacia el frente y un closet-biblioteca, se detiene frente a este último y lo abre, afuera se oye el ruido una vez más, pero él no le presta atención pues está abismado; en todas las hileras de la biblioteca hay fragmentos limpiamente cortados de muñecos y muñecas de todas clases y tamaños, organizados simétricamente uno por uno, como si se hubieran separado todas sus partes. El hombre toma algunos de los pedazos y los contempla; los cortes son finos y bien hechos, la explicación sigue siendo la de un intruso, quizás algo loco. Un tanto turbado, entra en el segundo cuarto, allí consigue una litera alta, un pequeño escritorio y una amplia peinadora con varias gavetas, echa un vistazo por la delgada ventana que se ubica sobre el escritorio y se preocupa un poco, tener que lidiar con alguna especie de loco no estaba en sus planes. Revisa meticulosamente el escritorio y consigue algunos papeles viejos de poca importancia y revistas amarillentas, luego camina hacia la enorme peinadora ubicada en la pared contraria, se mira en el espejo y se acomoda un poco el cabello, lleva sus manos hacia las asas de la primera gaveta y abre. En el fondo el ruido vuelve a oírse, pero esta vez se le suma el grito que da el hombre, consternado por el absurdo espectáculo que se ofrece a su vista; en el interior de la gaveta, agrupados en pequeños montones, se ven las partes cercenadas de ratones, ratas y otros roedores pequeños, de distintos colores, todo colocado con una gran limpieza y orden. El hombre pierde la calma y se dirige rápidamente al tercer cuarto, allí se encuentra con una cama doble y un mueble de madera negra con tres gavetas largas, se acerca a estas y las abre presurosamente, lo que ve lo asquea, “¿que demonios es esto?” exclama; ahora los montones son mas grandes pues están formados por las partes diseccionadas de perros, gatos, palomas y hasta un cerdo, todo cortado limpiamente y organizado de manera demencialmente simétrica. El hombre siente una arcada y retrocede, “¿quien pudo haber hecho esto?” se pregunta contrariado. El ruido, como un rumor seco, vuelve a oírse, viene del último cuarto. El hombre se endereza, “vamos a ver que ocurre aquí” piensa y lleno de decisión se encamina hacia el fondo del pasillo, en su mente se entremezclan el miedo y la ira, al llegar frente a la puerta, estos dos sentimientos entran en conflicto pero al final vence la rabia y abre violentamente esperando encontrarse con cualquier cosa, afuera los árboles murmuran con el viento helado mientras que los pájaros se adormecen un poco, el hombre pasea la mirada por la habitación; una cama angosta, junto a una de mayor grosor, con una ventana amplia en su cabecera y un grueso armario macizo al lado de una larga peinadora con dos grandes gavetas, no se oye el ruido, no se ve mas nada. Por unos segundos el tiempo se detiene y sólo se oye el tañido lejano de las campanas de la iglesia llamando a la misa vespertina. El hombre se acerca cautelosamente a la peinadora y con manos temblorosas comienza a abrir la primera gaveta, pero, un chasquido, desde el fondo del armario lo paraliza, no son ratones, el ruido es muy fuerte, el hombre toma una tabla suelta del suelo, se coloca frente a la doble puerta y abre rápidamente blandiendo el madero, entonces cae derribado por algo de pelambre marrón que lo mira con ojos brillantes; un peluche. El hombre siente como le laten las sienes de la tensión, se quita el muñeco de encima y examina el fondo del armario. Agachado contra la pared posterior, un niño de grandes ojos pardos lo observa con desconfianza, tendrá unos siete años, tiene la piel muy pálida y el cabello, de color castaño, alborotado. Lentamente se pone de pie y camina vacilante hacia la puerta, el hombre se incorpora aliviado y con una enorme sonrisa lo toma en brazos, “así que estuve a punto de morirme del miedo por culpa de un niño, ¿de donde saliste, eh?”. Saca al niño de la habitación y camina hacia las escaleras, “posiblemente lo encerró aquí la misma persona que hizo todo lo demás, quien sabe” piensa, le sonríe una vez mas al niño, quien lo ve fijamente, sin pronunciar palabra. Baja las escaleras, sale por la puerta principal y recorre todo el montículo hasta llegar hasta la camioneta donde deja a la criatura. “Quédate aquí y no te muevas, ya regreso” le dice y comienza a recorrer el montículo de regreso. Cuando llega a la cima, se voltea, el niño todavía se ve, parece que siguiera atentamente todos los movimientos del hombre, este baja de la colina intrigado en dirección a la casa y entra en ella. Si viera de nuevo el auto se daría cuenta de que el niño ya no está en él.

El hombre sube las escaleras dirigiéndose al primer cuarto, una vez allí, sacude un poco el polvo y abre la ventana, luego toma las gavetas de la peinadora y vacía su contenido en una bolsa plástica grande, acto seguido, camina hacia la segunda habitación y repite la operación. A medida que realiza su pequeña labor de limpieza, infinidad de preguntas y dudas acuden a su cabeza; “Quizás la misma persona que hizo las disecciones encerró al niño en el armario y lo olvidó. El niño es muy raro, debe ser el encierro, sus ojos tienen una mirada profunda y sus manos están llenas de pequeñas marcas, como de diminutas heridas, tal vez la persona que lo encerró también lo torturó, debe ser algún psicópata, debo andar con cuidado y llamar a la policía cuanto antes”, y sigue acomodando y limpiando.

Abajo, la puerta de la cocina se abre, una figura entra muy lentamente y con pasos medidos se va acercando al pie de la escalera, arriba se escucha el ruido de la limpieza que hace el hombre, la figura pone el pie en el primer escalón.
El hombre termina la limpieza en el tercer cuarto y entra en el último, de pronto recuerda que no ha revisado todavía el contenido de las gavetas de la gran peinadora, el pulso se le acelera y siente el corazón golpeándole el pecho; tomas las asas de las gavetas, siente un escalofrío intenso, ¿que encontrará en la gaveta?, alguien, o algo, lo mira desde atrás, siente su presencia, se voltea rápidamente, no hay nada, ni en la habitación, ni en el pasillo, un temblor recorre su cuerpo y suda copiosamente, vuelve a tomar las manillas de la gaveta, abre de un tirón y mira; adentro hay herramientas, sólo herramientas: dos bisturíes, un filoso y largo cuchillo de cocina, algodones en gran cantidad, una botella de alcohol, guantes, una inyectadora junto a un frasco de líquido transparente. El hombre va colocando todos los objetos sobre el mueble. En la segunda gaveta hay dos gruesos paquetes de hojillas y mas algodón, y en la tercera gaveta hay sólo algodón. El hombre asombrado se da cuenta de que acaba de descubrir los implementos con los cuales se llevó a cabo la carnicería de los demás cuartos. Todos los objetos están inmaculados, los cuchillos muy afilados, demasiado afilados. El hombre levanta la vista, vuelve a sentir que algo lo mira desde atrás, oye su respiración, se voltea violentamente y descubre al niño quien lo mira inocentemente y con algo de miedo, desde la puerta, “así que escapaste, pillo”, le dice cariñosamente el hombre, mientras lo toma en brazos y lo deposita suavemente en la cama; “bueno, será mejor que termine mi trabajo para irnos”, sacude el polvo de la parte alta del armario y lo revisa por dentro, luego se dirige a la ventana, la abre de par en par y contempla el paisaje, “desde aquí hay una hermosa vista, se ve todo el pueblo...aquí dormiré con mi esposa” piensa, y recuerda con cariño a su otra mitad, una sonrisa se extiende en su rostro. Atrás se oye un ruido metálico, el hombre se alarma “¡el niño está jugando con las herramientas!”, se da vuelta y entonces el cuchillo penetra silenciosamente en su garganta, de la cual brota un grueso chorro de sangre, el hombre se lleva las manos al cuello, el niño sonríe divertido y se echa hacia atrás para ver caer al hombre, este se desploma, con una mirada incrédula que se va nublando, siente que el mundo se le oscurece, y luego de unos segundos, ya no siente nada. El niño lo toma por los hombros y lo voltea, luego baja todas las herramientas de la peinadora y las coloca ordenadamente en el suelo junto al hombre, también saca todo el algodón de las gavetas, afuera llueve, el cielo de color plomizo no augura nada bueno, el niño toma un bisturí, lo hace girar, se hace una pequeña incisión en el dedo de la cual brota una gota de sangre, entonces sonríe y comienza a trabajar.

 

Muchacho al fin...

Un poco alterado por el tránsito, el joven sube los vidrios y sintoniza una estación de música criolla suave, se recuesta en el asiento, se frota las sienes y se afloja el nudo de la corbata pensando en la reunión próxima. Nuevamente debe compartir con todos esos ancianos que se la pasan deliberando acerca del futuro de la empresa, las medidas económicas y las tasas de interés, mientras se toman una pastilla, van al baño o tosen desesperadamente a cada momento. Estos ancianos son los amos de la compañía, su palabra es ley, ellos son quienes verdaderamente mantienen a la empresa con vida. El autobús que va adelante avanza un poco y el joven amodorrado oprime el acelerador deteniéndose justo detrás, unos metros más y llegará al cruce. No cabe allí oportunidad para los nuevos valores, abogados, administradores, ingenieros, o casi cualquier carrera, recién graduados, con brillantes notas, consiguen todas las puertas cerradas, con un cartel que indica: “EXPERIENCIA MÍNIMA DE 5, 10 O MAS AÑOS”, es realmente complicado intentar penetrar en ese mundo dominado por viejos zorros interesados en mantener su cuota de poder en todo momento, miembros todos de una rosca de antiguos amigos, un círculo de compinches que se roban, se acusan, se juzgan y se liberan ellos mismos, un grupo para el cual la juventud significa: tiempo pasado, ingenuidad y pérdida de tiempo. El joven sube el volumen de la radio y observa un poco más tranquilo el reloj, faltan diez minutos y por lo menos ya está avanzando. Un carro deportivo, en la siguiente calle, se dispone a llevarle la contraria, pero el joven, gracias a un fuerte cornetazo, una grosería pronunciada en voz baja, y una repentina aceleración, logra salvar el obstáculo. Este es un prejuicio bien camuflado por la sociedad, algo que realmente no trasciende, debido a que quienes podrían hacer que el mismo trascendiera, son los que están involucrados en la rosca de aquellos a los cuales ni siquiera interesa el asunto. El joven, embebido en sus reflexiones, se relaja aún más. Al frente, un camión de la basura ejecuta su cotidiano aseo pausadamente, obstaculizando la circulación de los carros. El muchacho se da cuenta y se tensa al instante, mira de un lado a otro en busca de oportunidades para colarse, pero, imposible, todo está cubierto por la gran masa mecánica de color azul. Cinco preciosos minutos transcurren allí, atrapado en esa insignificante calle. A medida que se van deslizando los segundos, el joven se pone más y mas nervioso, va a llegar retrasado y esto no le conviene para nada. En su desespero recuerda todas las injusticias sufridas como menor de edad, no poder entrar a una discoteca, manejar viendo a cada fiscal de tránsito desde atrás de los lentes oscuros como el más terrible enemigo, oportunidades de trabajo perdidas por falta de experiencia, miles de entrevistas, chequeos, cartas, peticiones y rechazos. Todos los avisos de periódico remarcaban: experiencia, cinco años o más, enviar currículo, etc. Todos los avisos crecían monstruosamente haciéndose cada vez más inasequibles. El muchacho suda copiosamente, sus cornetazos continuos por fin obtienen respuesta, un grito se oye desde el otro lado del camión y este arranca casi despectivamente, todos los carros se amontonan detrás y los choferes empujan con la mente, pero el camión no hace caso y prosigue su marcha de tortuga. La radio está apagada y los vidrios abajo en el carro del muchacho. Conseguir algunos trabajos y renunciar, o ser despedido de ellos, fue todo un solo movimiento conjunto, lo que había era ambición de dinero, de poder, de posición, todo se componía de ilusiones, de un sueño que se quebró varias veces en mil pedazos. Las lágrimas corren ahora por las mejillas del muchacho, mientras recuerda los sufrimientos y humillaciones, tan presentes en su alma, su angustia se mezcla con la ira y la impotencia ante un reloj implacable que le atenaza el cuello todos los días y no lo deja casi respirar, ¿hasta cuando la presión?. El camión ya se encuentra lejos y allá, a unas cinco cuadras, se levanta imponente la gran mole que el muchacho tiene por destino; el edificio sede de la compañía, antro de los viejos dominantes y poderosos, faltan aún cuatro minutos para la reunión, por lo cual el muchacho se tranquiliza, pues prácticamente ya ha llegado, sus pensamientos vuelven a volar. No se trata de un prejuicio como el racismo o el machismo, ambos muy publicitados y discutidos, no es algo público, ni algo que se conversa en algún programa de opinión, es mas bien una especie de secreto que posee su propia ley del silencio y que realmente no constituye un problema para nadie, pues ni siquiera los propios jóvenes se dan cuenta de él, una vez que consiguen resolver su vida estudiando o cumpliendo con trabajos muy distintos de sus primeros sueños. Todavía recuerda sus tribulaciones y las noches insomnes pensando que el mundo no marchaba y él tampoco. Detuvo el auto frente a la caseta, le dio las llaves al vigilante y tomando su maletín apuró el paso hacia los ascensores. Oprime el botón y una luz verde se enciende sobre él, mira su reloj, un minuto, el ascensor se detiene dos pisos más arriba, cuarenta segundos, reinicia su marcha, treinta segundos, se abren las puertas, veinticinco, se cierra y comienza a subir. Ahora puede darse el lujo de peinarse un poco, aún le quedan reminiscencias de la exaltación anterior, este es un mundo sucio, la injusticia suele brotar aquí y allá, y lo peor es que se esconde y juega con todo sin que nadie se percate de ello. Nada se puede hacer, los ancianos, arriba, y los jóvenes, abajo, eso será siempre, la juventud es el futuro, como no, pero cuando el futuro se hace presente ya la juventud no es tal, así es la historia de todos los días. El muchacho termina de arreglarse, mas tarde podrá tomar un desayuno ligero y un buen café, pero, por ahora, faltan cinco segundos y un piso, deja caer los brazos, mira hacia arriba, y finalmente llega, ya no hay mas segundos, las puertas se abren, la entrada a la sala está abierta, lo cual quiere decir que el presidente no ha llegado aún, todos los miembros de la directiva están adentro. El joven se acerca a la puerta, ha pasado muchas veces por ella, pero nunca puede reprimir el ligero temblor que siente cuando la ve frente a si. Hace una inspiración profunda y entra, todos están sentados, el ruido de papeles y el humo de algunos cigarros completan el ambiente que día a día se vive en esta sala. El muchacho camina cautelosamente y se aproxima a su puesto, saluda a algunos con una media sonrisa y una leve inclinación de la cabeza, se sienta, toma su maletín y lo abre para verificar una vez más que ha traído todo lo que necesita, luego pasea la mirada hacia sus compañeros de sala, todos mayores de cuarenta años, arrugados, fofos y taimados, algunos sudan pese al aire acondicionado y otros de ojos enrojecidos y piel ajada no pueden ocultar su inclinación por la bebida. Estos son los miembros de la junta directiva de la compañía. Sin previo aviso, uno de los ancianos más cercanos al joven se levanta y proclama con voz metálica:

- El presidente procede a abrir la sesión del día...-

Todos los directivos se levantan, y el muchacho, un tanto sorprendido, también lo hace, luego de unos segundos todos se sientan menos él:

- Buenos días- dice, y sin esperar respuesta se sienta, una sonrisa adorna sus labios- queda abierta la sesión de hoy, procedamos-

Ahora todo está en orden. El presidente ya llegó

 

Un día

Un día, una tarde soñolienta y cansada, estoy viéndome en el cristal del vagón, voy despeinado y descontento, hoy el desencanto se ha hecho dueño de mi. Cuando entré, no pude sentarme, a través de mis ojos, un rato húmedos, un rato secos, no descubrí puestos libres. Hay una minifalda ordinaria, un viejo seco y sucio, acné bachiller y ojeras secretaria, me duele un poco la cabeza. Me dedico a recordar algunas tonterías, mis días viejos, mis días no tan viejos y los días de ahora. Algo amargo me resulta ver esa belleza frente a mi; una niña dulce, serena, reposando en brazos de su madre, mas allá, una “niña” dulce, sirena, reposando en los brazos de su amante. Ahora me están rodeando los agudos chillones de una canción de salsa, diez minutos buscando de donde salen; son de un afro franela Bulls casi sordo. Desde aquí veo atún, medias, ropa interior, fotos, cigarros: que feliz el que fuma, pero...”No Fume”. Un frenazo, un empujón, una corneta hablando, una estación ruidosa y ahora hay mucha mas gente, me muevo un poco y sudo un poco, me sudan encima y me mueven también, vuelvo a pensar en cosas tontas y me pongo triste. Dos gritos y una risa me asustan, dos niños de franela blanca y sello azul, dos obreros de braga azul y franela blanca, a ver quien grita más, quien me asusta más, quien me molesta más. Estoy demás aquí, no puedo estornudar ni toser, me pregunto si será mejor bajarme. Un gordo se pone de pie, el viejo se sienta, seco y sucio, pero se sienta, el gordo me aparta, me pisa, me acusa. Llegamos a su estación, el freno, el ruido y la gente otra vez, más y más gente, pienso en bajarme, no aguanto a la gente, me agito y me agitan, risas, gritos, chistes, groserías, barbarismos, solecismos, dequeísmo, racismo, la noticia del día, la hora y el jonrón...¿o es un gol?, muertos, vivos y más vivos que los vivos. Yo mejor me bajo en la próxima, veo unas bolsas atravesadas y una señora de mal humor, vestido marginal, una fea me ve y yo la veo también, también soy feo ¿y que? Camino un poco buscando la puerta para irme, hay muchísima gente, me encuentro con algo raro frente a frente, pensándolo bien es un hombre...creo. Oigo palabras de cerca y de lejos, este es mi día común y yo soy común, estoy casi en la puerta, miro a la fea y no me mira, miro hacia el afro y no me oye, huelo perfumes, sudor, tierra y lo que sea pero me bajo. Frenamos todos juntos, me alegro, adiós a todos, adiós a mi día común, hoy haré algo nuevo. Bajo del vagón, respiro profundo antes de apartarme y con sigilo me acerco a una de las paredes, estoy como esperando, no conozco esta estación, ni estos colores. Comienzo a caminar lentamente subiendo las escaleras, escaleras raras, huele a freno y a túnel, veo gente extraña, desconocida, como el pasillo al cual llego, los vigilantes me miran sospechosamente, temo preguntarles donde estoy, la estación está en penumbra y muy silenciosa, la gente camina mirando al suelo. En medio de la oscuridad me dirijo a la salida y salgo a la calle sin torniquetes y con el ticket en la mano, volteo a ver si me siguen, no viene nadie, ni un alma, de pronto caigo en cuenta que me estoy mojando. Cae la lluvia pesarosa y la cabeza me duele aun más, la calle me es desconocida, extensa, casi perversa, y sobre todo, ansiosa. Doy algunos pasos en busca de refugio, ahora no es un día, es una noche, yo me salí de la tarde huyéndole a la gente y aquí estoy, indeciso y húmedo, pero sin miedo, caminando sin rumbo, puedo ir donde yo quiera, solo, estático, sin gente, puede que halle la mañana, quizás haya un puente. Una ola de agua negra y espumosa, levantada por algún carro muy rápido, me reencuentra con el frío y con la rabia, entonces me hundo más en la acera y examino mi pasado, de seguro todo cambia ahora, los apuros, los desmanes, lo incierto de las cosas, algo bueno debe tener todo esto. Ahora subo por una rampa, sin techo, caminando inclinado, la lluvia cayendo, goteando. Llego a una reja, espero algunos segundos y me dejan entrar, alguien llama a uno de lo ascensores y se dispone a esperar a mi lado, siempre esperando. Mi vida sufrió un vuelco, mi aventura, mi desvelo, mis horas planificando, todo eso lo recuerdo, pero ahora, es el principio de algo nuevo. Comienzo a subir pisos, uno y otro, meditando, y me emociono, porque me gustan las cosas nuevas, desde niño, desde siempre. Siento un poco de hambre y sueño, en el espejo veo como se abren las puertas del ascensor y un pasillo blanco y silencioso me da la bienvenida. Decepción y esperanza cruzan mi mente, pero no hay nadie que me asista, así que camino hacia el fondo, donde hay una reja alta y una llave de plata, abro la puerta de madera y llego a mi casa. Como un poco y hablo un poco. No se de donde salió todo esto, solo sé que me acuesto, no rezo, no pienso y dentro de un rato, me duermo.

 

Los viejitos


Conocí a aquella pareja de viejos en un restaurante al lado de la playa. Tomaban juntos unas cervezas y escuchaban concentrados una vieja guaracha. De vez en cuando se paraban y bailaban tranquilamente. Luego se sentaban y recordaban amigos o anécdotas. Me sorprendieron cuando de pronto le pidieron al encargado de la música, un negro prieto mal encarado llamado Eusebio, que les pusiera algo de Mozart. Eran las 2 de la tarde y en ese local no había más nadie. Así que en medio de ese ambiente tropical y caliente que más bien invita a la parranda y a la música caribeña comenzaron a resonar las notas de una sonata. En ese momento me venció la curiosidad y le pregunté a Eusebio la historia de esos viejos, él me los presentó y ellos me contaron su historia a lo largo de dos horas cálidas y serenas de total paz en aquel restaurante acompañados de cervezas frías. Los dos estudiaron música en academias reconocidas y se convirtieron en concertistas de renombre, ella tocaba el chelo y él tocaba el piano. Él se convirtió también en el profesor más joven de la escuela de música y en su segundo año la conoció a ella. Una estudiante aventajada que aprendía rápidamente todos los detalles de la música de Mozart, Beethoven o Stravinsky. Él era un profesor estricto que imponía respeto y disciplina en sus clases y los alumnos además de respetarle también le tenían un poco de miedo por dar la impresión de que en cualquier momento le iba a tirar el atril por la cabeza a cualquiera (cosa que nunca ocurrió). Ella le temía y respetaba tanto como los demás y también comenzó a atraerle su fuerza, sus conocimientos y su pasión por la música clásica. Él se sintió flechado apenas ella cruzó la puerta de su salón de clases por primera vez, pero lo estricto de las reglas de la academia así como sus propios principios le impedían intentar algún acercamiento. Finalmente llegó el momento de preparar los conciertos de fin de curso y él le asignó a cada estudiante su pieza a interpretar, algunas con él acompañándolos al piano (cosa que aterraba a los alumnos). A ella le tocó una pieza especialmente difícil y pasaba horas en la escuela ensayándola sola o con el profesor. En esas ocasiones nunca se dijeron alguna palabra sobre sus sentimientos pero discutían sobre la pieza y comenzaron a sentir que se entendían muy bien. El día antes del gran concierto ella tenía ya cuatro horas largas ensayando su pieza y cansada decidió tomarse un descanso de unos minutos allí mismo recostada en un sofá. Para ello, y pensando en quitarse las notas que le estaban dando vueltas en la cabeza por un rato decidió poner un disco de Beny Moré de sones y boleros con un volumen muy bajo ya que en la academia se consideraba una herejía traer o escuchar ese tipo de música. Pero resulta que en la casa de ella desde que era una niña se había escuchado, bailado y gozado con esos ritmos tan pegajosos, danzones, sones, boleros, guarachas, etc. Ella puso la música y se recostó hasta quedarse casi dormida cuando de pronto se abrió la puerta del salón y entró él rápidamente trayendo una partitura. Se paró en seco oyendo la música y mirándola a ella. Ella se levantó torpemente y como pudo quitó el disco y lo guardó pidiendo disculpas una y otra vez. Él se limitó a dejar la partitura en un estante, la miró inclinando un poco la cabeza a modo de despedida y se fue. Desde ese momento y hasta el concierto pasaron las peores horas de su vida para ella, eso me contaba la señora con ojos chispeantes viendo el atardecer en la playa. A la hora de comenzar a tocar, con el auditorio repleto de personas, ella ya estaba con los nervios destrozados escuchando a los demás compañeros tocando sus piezas sin mayor contratiempo. Cuando le llegó su turno se sintió helada y al sentarse frente a su chelo se paralizó por completo. Luego de que anunciaron la pieza, el profesor se sentó al piano junto a ella sin mirarla. Pasaron varios minutos sin que ella reaccionara. El público comenzó a hablar y ella sintió que definitivamente su vida iba a terminar allí. En ese momento él se volvió al público, pidió silencio y comentó que había una pequeña variación en el programa. Luego le dijo a ella en voz muy baja: “cuando pueda acompáñeme con esta canción” y acto seguido comenzó a tocar soberbiamente al piano “Lágrimas Negras”, la canción inmortal de Miguel Matamoros en tiempo de son. El público se quedó mudo y ella totalmente asombrada comenzó muy lentamente a tomar el chelo y a acompañarlo a él ya en la segunda vuelta de la pieza. Las lágrimas le inundaban los ojos. Tocaron por unos diez minutos la canción haciendo variaciones en cada vuelta y cuando terminaron se vieron a los ojos por varios segundos llorando los dos, ella en el chelo y él en el piano. No se dieron cuenta del caluroso aplauso que les brindó de pie el público y de lo mucho que se iba a hablar de ese concierto en el futuro. Sólo supieron en ese momento que iban a ser el uno para el otro para toda la vida y que disfrutarían por igual tocar Hayden que tocar y bailar con Beny Moré.

 

El don de soñar

Antes de perder mi primer ojo, no conocía el mundo sonriente que me rodeaba, mi única preocupación era dormir y comer, y soñaba cosas deliciosas, y vivía dentro de ellas porque en mi universo todo estaba permitido. Los colores eran vivos y los sonidos armoniosos, aunque de vez en cuando algún ruido fuerte perturbaba mis eternas ensoñaciones. El saber si yo existía, en realidad no era de mi incumbencia, y la gente a mi alrededor sólo servía para satisfacerme. ¡ Oh, que vida maravillosa!, eternamente estaría así, jugando con mi cuerpo, corriendo por el campo y conociendo a los otros que compartían mi euforia por vivir más y más, plenando cada uno de mis días del gozo de descubrir que era para siempre, y que las noches nunca terminaban, sólo alegría y despreocupación, dedicándome únicamente a dormir, comer y soñar. Y fue entonces cuando ocurrió...

Cuando perdí mi primer ojo el dolor fue muy intenso, todo se cubrió de bruma y la bruma era roja, pero aun la podía notar, y en el corto lapso de un momento todo se veía más claro, sabía quien era, sabía donde estaba, y al saber la repuesta de estas dos preguntas no me preocupé más y mis dolores desaparecieron. Sólo una interrogante turbaba aquellos días en los que perdí mi primer ojo, pero ahora ya conocía la respuesta; yo existía. Mi alegría fue muy grande al descubrir que en lo único que me afectaba la pérdida era que veía el mundo un poco torcido y deforme, pero ahora ya sabía como era, por lo menos físicamente, y comencé a querer a la gente que estaba a mi alrededor porque se preocupaban por mí, y no me sentí solo en el mundo aunque si un poco incompleto, porque por más que sea, algo me faltaba. Sin embargo, seguía con mis propios sueños y deliberaba sobre ellos con los otros que compartían mi don, y nos sentimos dueños de todo lo que existía, aunque para nosotros lo único que había eran nuestros propios sueños.
Cuando perdí mi segundo ojo me di cuenta de que me preocupaba mucho por el futuro, y aunque en ese momento me sentí importante al descubrir mi propio interés, luego supe que en realidad como que era malo. Aun así, mis días siguieron en un adorable paso de una emoción a la otra, pues ahora ya sabía que había varias emociones para disfrutar, y me paseaba libremente entre la risa y el llanto, entre la ira y el asombro, de todas disfrutaba enormemente y de vez en cuando alguna de ellas hacía que algo me doliera, pero eso no importaba, mi vida transcurría entre pensamientos placenteros acerca del futuro y las emociones. En ese tiempo descubrí que me cansaba, a veces mucho, y en ese tiempo descubrí que era grande, no más que los árboles a mi alrededor, no más que la gente que yo quería porque se preocupaban por mi, pero si más grande que muchos que eran menores que yo, e incluso, más que algunos que compartían mi don y permanecían a mi lado discutiendo sobre el futuro y las emociones.
Cuando perdí mi tercer ojo, noté incómodo que me empezaba a preocupar por los demás y no solo por mi, y aún más incómodo fue notar como crecía en mi interior un cosquilleo molesto por conocer a otros de otro sexo, y me preocupé por mi apariencia, y me preocupé por lo que comía , y me preocupé por lo que aprendía, por el futuro otra vez, por las nuevas emociones que me preocupaban, por dormir lo suficiente, por lo que había perdido y quizás no pudiera recuperar, y en ese momento casi lloré, y me preocupé también por tratar de expresar todas mis preocupaciones, me preocupé por que no me estaban entendiendo. Yo charlaba largamente con los otros que compartían mi penurias acerca de las preocupaciones, y comenzamos a preguntarnos si habíamos venido a este mundo tan solo a preocuparnos, y empezamos a pensar de que manera afrontaríamos la tortuosa vida de preocupaciones que se nos echaba encima , y todo esto lo pensaba porque en ese entonces me sentía solo.
Cuando perdí mi cuarto ojo, estaba jubiloso, por la simple razón de que me sentí acompañado una vez más, y el otro del otro sexo me amaba, y yo acabé por descubrir una gran emoción que desconocía, y me noté fuerte y dispuesto a todo. El otro me ayudó a descubrir mis virtudes y yo comencé a conocerme, o al menos eso creí. Ahora sólo me interesaba por el otro, y su bienestar era el mío y su alegría la mía, mis preocupaciones vanas eran si el otro estaba feliz, y no me di cuenta de que me abandonaba yo mismo. Pero al menos reía, y mi risa era por su risa, y el futuro era fácil y los problemas irreales. Al perder mi cuarto ojo mi vida estaba plena, y aunque había perdido mi mundo de sueños ahora me encontraba satisfecho con ese otro mundo al cual llamaba realidad, y sin saberlo, cometí el error de penetrar en un sueño artificial e inútil y no puro y bello, como era el que en realidad me pertenecía, pues en el estaba todo lo que yo significaba y todo lo que había aprendido para aplicarme al mundo sin que doliese demasiado.
Cuando perdí mi quinto ojo ya el futuro estaba encima y no sabía como afrontarlo. Todo lo que aprendí lo apliqué y dio frutos, algunos muy amargos por cierto. Seccioné mi futuro en varios caminos y mi gran disyuntiva era: ¿ cual de ellos?. Al decidir estuve solo, el otro del otro sexo se fue y me sentí entonces solo otra vez, pero no solo me sentí solo, también me sentí único y esa palabra me reconfortó, porque descubrí que de verdad era único en el mundo, y mis fuerzas aumentaron. Tomé entonces varias decisiones para alimentar mi nuevo mundo, el cual, aun siendo nuevo, era mío, y con eso bastaba.
Y cuando perdí mi sexto ojo quedé ciego, y descubrí que yo era una Araña, y como tal, sólo necesitaba ser Araña para sobrevivir, y como tal, todo lo que alguna vez pensé fue inútil y todo lo que decidí fue innecesario, y como tal, sólo me restaba terminar de vivir una vida alienada dedicándome tan solo a ser una Araña. Y en ese momento no supe si reír o llorar.

Y finalmente lloré.


viernes, noviembre 03, 2006

 

Cruento


A medida que transcurren los minutos, este banco de madera, donde te espero, padeciendo, se hace más duro e incómodo. Hace tiempo que se acabó el té que tomaba y ahora estoy masticando los hielitos, removiéndolos con el pitillo de plástico. He tamborileado en la mesa con mis dedos todos los ritmos que conozco. Ante mi han desfilado unas doce familias enteras, se han tomado su tiempo para comer, han reído, llorado, peleado o guardado silencio, y luego se han ido. Apenas si me han mirado. Para mayor dolor contemplo a la perfección la montaña adornada de nubes bajas, con un sol estrepitosamente brillante invitando a la playa, como diciendo: “¿que haces encerrado allí?, ¡ven a la libertad!”. Ya me sé el ritual del semáforo que hay enfrente, asistí en primera fila a un arrollamiento; gritos, policías, ambulancia y curiosos, poblaron mi atención durante un tiempo, pero ya se fueron. Ahora miro mi reloj, ya me convencí, no vienes, una vez más.

Miro una película en solitario, en una sala de cine repleta de gente que viene en grupos, compré mis cotufas y chocolates, y nadie me guarda un puesto, porque vengo solo y hasta me enorgullezco de eso, pero ¿valdrá la pena?, digo, ¿venir solo o estar solo un tiempo?, desde luego, un tiempo. A mi lado un asiento vacío, esperándote, a ver si apareces tal cual como te he creado una y mil veces, casi a la perfección. La película transcurre entre plácida y tensa, por dos horas me olvido de la espera. Cuando termina la proyección, siento en mi estomago una familiar sensación, como un dolor, como un vacío. Luego de desperezarme un poco, contemplo a la gente retirándose del cine y dejándome allí, como siempre. A mi lado un asiento vacío, no viniste hoy tampoco. Lentamente camino hacia la puerta y abandono la sala, un aire frío me azota la cara, ya es de noche, debo volver a la casa.

En la casa me esperan montones y montones de periódicos, revistas, folletos y recortes, que me han dejado mis padres, vecinos, amigos, familiares, etc. Todos quieren ayudar a la causa, porque yo siempre estoy errado. La vida de pronto se convierte en una serie de etapas incesantes, en las cuales durante un tiempo, todas las personas que te consigues te hacen la misma pregunta: ¿a quien quieres más?, ¿que quieres ser cuando seas grande?, ¿que vas a estudiar?, ¿cuando te gradúas?, ¿cuando te gradúas?, ¿cuando te gradúas?...¿y el trabajo?, ¿cuando te casas?, ¿cuando tienes hijos?, y así va todo, en forma de coro enorme que te alienta firmemente a hacer lo que se te pregunta. En la cama me he preguntado a veces, ¿será planeado?. Me siento al lado del teléfono otra vez, como todas las noches, desde aquí leo los avisos de prensa, oigo música, veo televisión, y contesto llamadas telefónicas, en las cuales normalmente se cuela la pregunta incesante de esta etapa. Cuando ya es muy tarde, contemplo el último aviso y acaricio un tanto el teléfono, no llamaste, era de esperarse. Luego me dirijo a mi habitación, suerte de refugio repetidamente violado. Duermo soñando con el plan de fugarme.

La última noche de esta etapa caminé con todo el dinero que pude reunir y algunas cosas personales, me dirigí a la estación de autobús más lejana, llamé por teléfono a mi casa y a la casa de todos mis amigos, vecinos y familiares, a cada uno le dije sólo una frase de despedida, o más bien una pregunta: “¿Y el trabajo?” e inmediatamente colgaba. Ahora tomo el primer autobús y salgo a buscarte, porque sé que no vendrás.

 

El examen


Ustedes no saben lo que le sucedió a aquel pobre muchacho cuando llegó algunos minutos tarde a presentar un examen. Era un día cálido y brillante, evidente contradicción a los tensos momentos que le tocaría vivir a nuestro protagonista, quien con los nervios de punta, se acercó a la puerta del aula y la abrió completamente; todas las caras se volvieron y posaron sobre él esa mirada pesada y congelada de la que sólo son capaces los grandes grupos cuando están reunidos en un salón. El muchacho, al ver al profesor, se dio cuenta de que se había equivocado de lugar y retrocedió lo más rápido que pudo huyendo del eco de aquellas carcajadas con las cuales lo despidieron. Rojo de la vergüenza caminó y caminó por todos lados sin rumbo fijo, pues su mente, bloqueada por los nervios, se resistía a recordar cual era el sitio del examen. Recorrió pasillos, salones, edificios, laboratorios; la gente lo miraba con extrañeza, pero el ya obviaba esa incomodidad concentrado únicamente en llegar, sí, llegar para acabar de una vez por todas con esa pesadilla que lo había estado torturando en los últimos días y que se cristalizaba en aquel absurdo pedazo de papel. Recordó la infinita angustia de las horas de estudio, cuando su mente divagaba por todas las páginas del libro buscando una respuesta para su ignorancia. Era terrible la desesperación que seguía al descubrimiento de la imposibilidad de resolver un problema determinado. Su sufrimiento crecía tanto como la presión sobre sus hombros debido a la mirada satisfecha de sus padres al verlo tan dedicado y sereno, sin duda esa era la peor parte de su impotencia. La tristeza lo dominaba en esos momentos de revelación de la penosa verdad.

La velocidad con la cual se acercaba el día de la prueba era vertiginosa, y cuando por fin llegó, el tiempo se detuvo y el despertador también, eso obligó al pobre muchacho a salir corriendo de su casa para llegar, en escalofriante carrera, ¡a ningún sitio !, pues no recordaba en donde era su lugar de presentación, y el papel donde lo tenía anotado lo había dejado seguramente en su casa.

Anduvo un poco más y descansó luego unos segundos, los cuales le bastaron para darse cuenta de que había llegado, casi milagrosamente, a su destino. Esta vez, el muchacho tuvo la precaución de entrar por la parte de atrás, el profesor de la asignatura lo vio y le señaló, en total silencio, el pupitre solitario que le correspondía. Un poco más calmado tomó asiento y enseguida tuvo en sus manos la hoja del examen, observó atentamente el extraño dialecto en que estaba escrito y se paralizó; miró a su alrededor y notó el concentrado silencio de sus compañeros de clase sobre sus criptogramas, luego posó los ojos en su examen y cayó en cuenta de que había estado leyendo el encabezado y la fecha, sin embargo, podría jurar que no había entendido nada en su primera lectura, quien sabe que clase de broma le estaba jugando su mente ahora. Procedió entonces a leer los enunciados de los problemas, a recordar fórmulas y a plantear las primeras ecuaciones; utilizó el borrador activamente y las primeras perlas de sudor coronaron su frente. Se enfrascó con un problema en especial, pues recordaba haber hecho otro parecido mientras estudiaba, pero instantes más tarde se rindió y recordó que tampoco había podido resolver el otro. Su mirada, brillante por las lágrimas de frustración, paseó por todo el salón y allí descubrió un desierto en donde lo que escaseaba no era el agua, sino la ayuda, o quizás, el consuelo de algún rostro amigo que estuviera en las mismas condiciones que él, es decir, perdido completamente. Cuando su mirada tropezó con el profesor, este lo miró sospechosamente y proclamó en voz alta la pena de expulsión para los que fueran sorprendidos copiándose sus pruebas. Varias personas se levantaron y mantuvieron secretas conversaciones con el profesor, charlas de las cuales, como siempre, no se puede oír nada. El muchacho llegó a la conclusión de que lo que querían quienes iban a hablar, era que les conmutaran la pena que colgaba sobre sus cabezas.

Nuestro protagonista suspiró y concentró con un poco más de fuerza sus pensamientos, de pronto se le había ocurrido una posible solución. Tomó su lápiz y comenzó a escribir. Sumó, despejó y sustituyó; lentamente fue tomando forma un método para resolver el ejercicio. Recostándose sobre la tabla, absorbido por sus cálculos, no se incorporó hasta que halló una solución convincente. Se estiró entonces con fruición y una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Era la mitad del examen lo que había resuelto y quedaban pocos minutos para que finalizara el tiempo de presentación. Al menos iba a pasar, con eso le bastaba para sentirse bien. Vio entonces que la mitad de los examinados ya se habían ido y decidió, por lo tanto, retirarse él también. Guardó el borrador y la calculadora y se levantó tomando el examen por una esquina, fue en ese momento, revisando por última vez sus cálculos, cuando descubrió que algo estaba mal, ¡dios mío!. Se dejó caer en el asiento y notó con asombro como uno de los números que componían la fecha, se deslizaba lentamente hacia la parte inferior del papel, tropezaba con un guión y se posaba finalmente sobre una “ese” mayúscula. El muchacho, abismado, tomó el lápiz y con la borra del mismo tocó suavemente el número, luego lo fue impulsando hacia arriba y lo dejó en el sitio que le correspondía, entonces separó poco a poco el lápiz y ...nada pasó. Exhalando un suspiro de alivio, el muchacho tropezó la hoja, sin querer, con el borde de la mano, arrepintiéndose en el acto. Todas las letras de su nombre y del enunciado, y los números de la fecha y los datos cayeron, como una lluvia negra, hacia abajo, empujando a su paso a todos los demás signos que tenía el examen. El muchacho, horrorizado, observó que algunos números al llegar al borde del papel, se precipitaban al suelo, agarró con incontrolable temblor la parte inferior de la hoja y la dobló hacia arriba para contenerlos, luego miró con cautela a su alrededor y se sorprendió de que nadie notara su extraño dilema. Colocó la hoja lo más derecha y estable que pudo, y pensó que todo aquello era imposible, se escapaba a su comprensión la caída de los signos que hacía algunos instantes había escrito. Luego de unos segundos de vacilación decidió que no podía dejar la hoja así, con un negro montón de letras y números en su parte inferior. El profesor, sin duda alguna lo citaría, o algo así, y le pediría una explicación para algo que a él se le tornaba tan incomprensible como el examen mismo. Blandiendo nuevamente el lápiz, comenzó a organizar todo tal como recordaba que estaba; algunas letras se quedaban en su sitio fácilmente pero otras se caían apenas las soltaban. El muchacho, en medio de su angustia, tropezaba a veces con la hoja y entonces comenzaban a moverse los números de nuevo. Debió contorsionarse y retorcerse al máximo para evitar la repetición del deslizamiento general. Instantes más tarde, el profesor anunció la finalización del tiempo y el muchacho se paralizó. Había logrado colocar todo más o menos en donde le correspondía luego de muchos esfuerzos, pero ahora, debía llevar la hoja hasta el escritorio, en la parte delantera del salón, y eso se veía demasiado lejos. Esperó en tensión que finalizara la salida de sus compañeros, quienes comentaban con alegre charla sus aciertos durante el examen, o con triste enajenación, su inminente fracaso. El muchacho los contempló en silencio un buen rato y finalmente se levantó. Con pasos suaves y con gran lentitud caminó hacia el profesor, quien se abstuvo de hacer algún comentario, por fortuna para el muchacho, ya que cualquier ruido que lo sobresaltara habría producido un caos en su hoja de papel. Llegó hasta el escritorio y con suma delicadeza entregó la hoja, con inesperada brusquedad el profesor tomó el examen y el muchacho con un pequeño salto cerró los ojos... luego de unos segundos de pavor los abrió y contempló el montón de pruebas ya apresadas por una liga a un lado del escritorio. El profesor comenzó a hablar con algunos de los alumnos que lo fastidiaban siempre y entonces el pobre muchacho fue hasta su pupitre y se deslizó fuera del aula.

Sentados en uno de los muros, cerca del edificio donde estaba el fatídico salón, el muchacho, con risa nerviosa y buscando en mi alguna mirada de incredulidad, terminaba de relatarme su imposible historia. Sus manos aún temblaban un poco pero estaba mas tranquilo que cuando llegó. De pronto, guardó silencio y palideció, en esos momentos salía el profesor del edificio portando bajo el brazo el paquete de los exámenes, pasó frente a nosotros y le dedicó una corta sonrisa al muchacho siguiendo luego su camino, fue entonces cuando un diminuto número dos llegó flotando lentamente hasta nuestros pies, volteé entonces asombrado hacia mi acompañante pero este no podía verme hipnotizado como estaba, seguí con pavor su mirada y noté como en el suelo letras y dígitos formaban una franja oscura, como un rastro, tras los pasos del profesor. Cuando nuevamente me volví , el muchacho tomó sus cuadernos y su libro y salió corriendo.

 

La culebra y yo


Aquel día me encontraba sentado en el baño realizando mi necesidad fisiológica de esa hora, cuando vi, o mejor dicho, sentí un movimiento cerca de la puerta. Al mirar en esa dirección el terror me paralizó, y una ola de frío me recorrió todo el cuerpo. Una enorme culebra de color castaño y manchas negruzcas me miraba desde la puerta, bloqueando así la única salida posible. Durante varios segundos no hubo ningún movimiento dentro del baño. Yo, en suspenso por lo que podría pasar, y la culebra, estudiándome tranquilamente. Comencé a evaluar mi situación, la puerta estaba dominada por el reptil y no había en el baño ningún objeto que me pudiera servir de arma, la única posibilidad era utilizar un enorme tonel lleno de agua que se encontraba en el fondo, como barrera entre el animal y yo. Empecé a moverme muy lentamente en dirección al tonel cuidándome de no darle la espalda a la culebra, la cual, sin mirarme directamente, inició su marcha hacia donde yo estaba. Durante varios minutos de tensión pude mantener más o menos la misma distancia entre ella y yo, pero de pronto, las ondulaciones de la culebra se hicieron más violentas y se me acercó con mayor rapidez. Sus intenciones eran bastante claras. Con un temblor incontrolable logré llegar hasta el tonel y me atrincheré, vigilando los movimientos de la agresora. Onda tras onda y curva tras curva el animal se fue acercando más y más, pasó al lado del lavamanos y luego cerca de la poceta, de pronto un ruido cercano rompió el silencio y ella miró curiosa hacia un ángulo de la pared cerca del techo, allí, un escurridizo lagartijo iba a ser el único espectador de la tragedia que estaba por producirse, sus ojos me dieron la impresión de que me compadecía por no disfrutar de la capacidad para treparme a las paredes. Entre tanto la culebra pareció dudar entre intentar cazar aquel animalito o proseguir conmigo. Yo debí parecerle una mejor y mas fácil opción pues continuó su inexorable marcha hacia mi trinchera. Cuando faltaba aproximadamente un metro para que llegara al tonel, se detuvo, seguramente planificando su estrategia para poder alcanzarme, ya que si me atacaba por un lado, yo tendría oportunidad de escabullirme por el otro, e igualmente si atacaba por el otro lado. En esos instantes yo sentí hielo en mis venas y no estoy muy seguro de no haberme orinado encima. Me pareció increíble estar tan cerca de la muerte, sobre todo si me llegaba a resbalar en la huida sobre el piso húmedo del baño, o si la serpiente resultaba ser más rápida de lo que yo creía. El lagartijo se colocó en una mejor posición para contemplar el espectáculo, y la culebra ya decidida, bajó su cabeza en postura de ataque y me miró con fiereza, lista para saltar. Todo mi cuerpo estaba rígido, atento al menor movimiento. Los latidos de mi corazón me estremecían y mis oídos zumbaban debido al silencio total que reinaba durante esos momentos de muerte inminente. De pronto, un silbido agudo llenó el espacio y el cuello de la culebra se convirtió en una mancha rojiza, sus ojos aterrorizados se volvieron hacia la puerta antes de desplomarse pesadamente en el piso, se oyó un segundo silbido y la cabeza de la serpiente estalló, y todo su cuerpo fue a estrellarse en la pared muy cerca de mi. Desde la puerta un muchacho se acercó lentamente hacia donde estaba el cuerpo inerte del reptil blandiendo un largo palo en una de sus manos y con una piedra grande en la otra, listo para arrojarla si era necesario. Luego de comprobar que efectivamente había matado a la culebra, la tomó con el palo y la sacó del baño para arrojarla en el patio. Yo, por supuesto, me escondí detrás del tonel lo más que pude para que el muchacho no me viera, porque al fin y al cabo, a los ratones tampoco los quieren mucho en esta casa.

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