jueves, mayo 17, 2007

 

De una callecita vieja....

Quizá no sea cuestión de creerlo pero aquella vieja callecita tenía cierto encanto. A lo mejor la venta de frutas en su entrada atendida por un señor con cara de melón y cuerpo de patilla, quien tenía unos brazos rollizos, manos de arepa pelada y dedos como topochos. O la peluquería al estilo antiguo, con altos espejos adornados barrocamente con tubos dorados ya descascarados, que quedaba de primerita a mano derecha. Era estrecha y calurosa. Un solo ventilador agotado echaba vaporones sobre los pocos clientes quienes además iban pocas veces. Una radio desdentada sonaba boleros de Pirela y rancheras de Negrete. No tenía botón que cambiara de AM a FM sólo una rueda para subir o bajar el volumen.

Al frente una carnicería. Sucia, como se suponen deben ser estas tiendas de la sangre, la carne y la grasa sacudidas a punta de cuchillazos y embolsadas al descuido en filetes, molidas o completas. Un perro duerme en la entrada con la nariz gastada de tanto oler delicias. Le quedan pocos dientes por haber defendido a dentazos su puesto. Por supuesto cojea de una pata y tiene un ojo tuerto.

Allí en esos primeros palmos se entremezclan los aromas de champú y laca con el olor del cambur y la guayaba con el del solomo y las costillas, encanto puro, y si afinas el olfato puedes sentir la fragancia del agua vieja que baja a trompicones por los huecos de la callecita y la piel añeja del perro solitario.

Subiendo un poco más llegas a la funeraria, estrecha como todo en esa calleja. El féretro sólo entra a lo largo y no de lado, mientras que los deudos entran de a uno en uno y adentro se acomodan como pueden en los duros bancos de madera. Allí no falta la sopa, el consomé y los vasitos como dedales de café negro siempre tinto siempre hirviente. Incluso en los días más calientes ese café hierve.

A contrapuerta está la farmacia, con mostradores de madera oliendo a formol y a aceite de pino. Polvorienta de tantos días secos. Mirando en frente lo inevitable de la muerte aún con tanto remedio enfrascado. Esta tienda se disputa con la de al lado el poder curativo del cuerpo y el alma. Al lado venden imágenes de santos, escapularios, velas, rosarios y terminales, “que la suerte también la inclina Dios señora”, dice la vendedora, prima hermana del farmaceuta con quien juega partidos de tute algunos días por la tarde cuando la gente flojea demás.

En la panadería ya no se vende el pan de piquito, pero las quesadillas son de las mejores de la cuadra. Recién hechas tienen un queso que se deshace como seda en la boca. Claro que este olor de masa horneándose no baja sino que sube para no encontrarse con el atajaperro de aromas calle abajo con todo y perro. Ese olor sube y se cuela en la iglesia que queda al final de la callecita. Allí dentro el incienso flota sobre los feligreses en medio del calor apenas soplado por pequeños ventiladores emparentados con el de la peluquería. Pero hasta el más rezandero apura en silencio el sermón del cura catalán y el último rosario cuando le llega el olor de los cachitos de jamón o del pan sobado.

En ese momento la fe pierde terreno ante una mordida de pan caliente y un batido de melón o cambur fresco comprado a Don Patilla. Apretados, como era de esperarse, los creyentes comparten su fervor pero también su debilidad por la conversa y hasta el chisme en esa panadería que hace esquina, mirando la callecita lánguida. Serios ante algún nuevo ataúd cuya punta se asome a la puerta o risueños por las discusiones airadas que surgen ante un tute trampeado más abajo.

Tiene cierto encanto, como no, y queda aquí cerca, a la mano, al ojo abierto, la nariz que quiera verla y olerla, como cualquier otra callecita entre callezotas vibrando alrededor.

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