viernes, noviembre 03, 2006

 

El examen


Ustedes no saben lo que le sucedió a aquel pobre muchacho cuando llegó algunos minutos tarde a presentar un examen. Era un día cálido y brillante, evidente contradicción a los tensos momentos que le tocaría vivir a nuestro protagonista, quien con los nervios de punta, se acercó a la puerta del aula y la abrió completamente; todas las caras se volvieron y posaron sobre él esa mirada pesada y congelada de la que sólo son capaces los grandes grupos cuando están reunidos en un salón. El muchacho, al ver al profesor, se dio cuenta de que se había equivocado de lugar y retrocedió lo más rápido que pudo huyendo del eco de aquellas carcajadas con las cuales lo despidieron. Rojo de la vergüenza caminó y caminó por todos lados sin rumbo fijo, pues su mente, bloqueada por los nervios, se resistía a recordar cual era el sitio del examen. Recorrió pasillos, salones, edificios, laboratorios; la gente lo miraba con extrañeza, pero el ya obviaba esa incomodidad concentrado únicamente en llegar, sí, llegar para acabar de una vez por todas con esa pesadilla que lo había estado torturando en los últimos días y que se cristalizaba en aquel absurdo pedazo de papel. Recordó la infinita angustia de las horas de estudio, cuando su mente divagaba por todas las páginas del libro buscando una respuesta para su ignorancia. Era terrible la desesperación que seguía al descubrimiento de la imposibilidad de resolver un problema determinado. Su sufrimiento crecía tanto como la presión sobre sus hombros debido a la mirada satisfecha de sus padres al verlo tan dedicado y sereno, sin duda esa era la peor parte de su impotencia. La tristeza lo dominaba en esos momentos de revelación de la penosa verdad.

La velocidad con la cual se acercaba el día de la prueba era vertiginosa, y cuando por fin llegó, el tiempo se detuvo y el despertador también, eso obligó al pobre muchacho a salir corriendo de su casa para llegar, en escalofriante carrera, ¡a ningún sitio !, pues no recordaba en donde era su lugar de presentación, y el papel donde lo tenía anotado lo había dejado seguramente en su casa.

Anduvo un poco más y descansó luego unos segundos, los cuales le bastaron para darse cuenta de que había llegado, casi milagrosamente, a su destino. Esta vez, el muchacho tuvo la precaución de entrar por la parte de atrás, el profesor de la asignatura lo vio y le señaló, en total silencio, el pupitre solitario que le correspondía. Un poco más calmado tomó asiento y enseguida tuvo en sus manos la hoja del examen, observó atentamente el extraño dialecto en que estaba escrito y se paralizó; miró a su alrededor y notó el concentrado silencio de sus compañeros de clase sobre sus criptogramas, luego posó los ojos en su examen y cayó en cuenta de que había estado leyendo el encabezado y la fecha, sin embargo, podría jurar que no había entendido nada en su primera lectura, quien sabe que clase de broma le estaba jugando su mente ahora. Procedió entonces a leer los enunciados de los problemas, a recordar fórmulas y a plantear las primeras ecuaciones; utilizó el borrador activamente y las primeras perlas de sudor coronaron su frente. Se enfrascó con un problema en especial, pues recordaba haber hecho otro parecido mientras estudiaba, pero instantes más tarde se rindió y recordó que tampoco había podido resolver el otro. Su mirada, brillante por las lágrimas de frustración, paseó por todo el salón y allí descubrió un desierto en donde lo que escaseaba no era el agua, sino la ayuda, o quizás, el consuelo de algún rostro amigo que estuviera en las mismas condiciones que él, es decir, perdido completamente. Cuando su mirada tropezó con el profesor, este lo miró sospechosamente y proclamó en voz alta la pena de expulsión para los que fueran sorprendidos copiándose sus pruebas. Varias personas se levantaron y mantuvieron secretas conversaciones con el profesor, charlas de las cuales, como siempre, no se puede oír nada. El muchacho llegó a la conclusión de que lo que querían quienes iban a hablar, era que les conmutaran la pena que colgaba sobre sus cabezas.

Nuestro protagonista suspiró y concentró con un poco más de fuerza sus pensamientos, de pronto se le había ocurrido una posible solución. Tomó su lápiz y comenzó a escribir. Sumó, despejó y sustituyó; lentamente fue tomando forma un método para resolver el ejercicio. Recostándose sobre la tabla, absorbido por sus cálculos, no se incorporó hasta que halló una solución convincente. Se estiró entonces con fruición y una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Era la mitad del examen lo que había resuelto y quedaban pocos minutos para que finalizara el tiempo de presentación. Al menos iba a pasar, con eso le bastaba para sentirse bien. Vio entonces que la mitad de los examinados ya se habían ido y decidió, por lo tanto, retirarse él también. Guardó el borrador y la calculadora y se levantó tomando el examen por una esquina, fue en ese momento, revisando por última vez sus cálculos, cuando descubrió que algo estaba mal, ¡dios mío!. Se dejó caer en el asiento y notó con asombro como uno de los números que componían la fecha, se deslizaba lentamente hacia la parte inferior del papel, tropezaba con un guión y se posaba finalmente sobre una “ese” mayúscula. El muchacho, abismado, tomó el lápiz y con la borra del mismo tocó suavemente el número, luego lo fue impulsando hacia arriba y lo dejó en el sitio que le correspondía, entonces separó poco a poco el lápiz y ...nada pasó. Exhalando un suspiro de alivio, el muchacho tropezó la hoja, sin querer, con el borde de la mano, arrepintiéndose en el acto. Todas las letras de su nombre y del enunciado, y los números de la fecha y los datos cayeron, como una lluvia negra, hacia abajo, empujando a su paso a todos los demás signos que tenía el examen. El muchacho, horrorizado, observó que algunos números al llegar al borde del papel, se precipitaban al suelo, agarró con incontrolable temblor la parte inferior de la hoja y la dobló hacia arriba para contenerlos, luego miró con cautela a su alrededor y se sorprendió de que nadie notara su extraño dilema. Colocó la hoja lo más derecha y estable que pudo, y pensó que todo aquello era imposible, se escapaba a su comprensión la caída de los signos que hacía algunos instantes había escrito. Luego de unos segundos de vacilación decidió que no podía dejar la hoja así, con un negro montón de letras y números en su parte inferior. El profesor, sin duda alguna lo citaría, o algo así, y le pediría una explicación para algo que a él se le tornaba tan incomprensible como el examen mismo. Blandiendo nuevamente el lápiz, comenzó a organizar todo tal como recordaba que estaba; algunas letras se quedaban en su sitio fácilmente pero otras se caían apenas las soltaban. El muchacho, en medio de su angustia, tropezaba a veces con la hoja y entonces comenzaban a moverse los números de nuevo. Debió contorsionarse y retorcerse al máximo para evitar la repetición del deslizamiento general. Instantes más tarde, el profesor anunció la finalización del tiempo y el muchacho se paralizó. Había logrado colocar todo más o menos en donde le correspondía luego de muchos esfuerzos, pero ahora, debía llevar la hoja hasta el escritorio, en la parte delantera del salón, y eso se veía demasiado lejos. Esperó en tensión que finalizara la salida de sus compañeros, quienes comentaban con alegre charla sus aciertos durante el examen, o con triste enajenación, su inminente fracaso. El muchacho los contempló en silencio un buen rato y finalmente se levantó. Con pasos suaves y con gran lentitud caminó hacia el profesor, quien se abstuvo de hacer algún comentario, por fortuna para el muchacho, ya que cualquier ruido que lo sobresaltara habría producido un caos en su hoja de papel. Llegó hasta el escritorio y con suma delicadeza entregó la hoja, con inesperada brusquedad el profesor tomó el examen y el muchacho con un pequeño salto cerró los ojos... luego de unos segundos de pavor los abrió y contempló el montón de pruebas ya apresadas por una liga a un lado del escritorio. El profesor comenzó a hablar con algunos de los alumnos que lo fastidiaban siempre y entonces el pobre muchacho fue hasta su pupitre y se deslizó fuera del aula.

Sentados en uno de los muros, cerca del edificio donde estaba el fatídico salón, el muchacho, con risa nerviosa y buscando en mi alguna mirada de incredulidad, terminaba de relatarme su imposible historia. Sus manos aún temblaban un poco pero estaba mas tranquilo que cuando llegó. De pronto, guardó silencio y palideció, en esos momentos salía el profesor del edificio portando bajo el brazo el paquete de los exámenes, pasó frente a nosotros y le dedicó una corta sonrisa al muchacho siguiendo luego su camino, fue entonces cuando un diminuto número dos llegó flotando lentamente hasta nuestros pies, volteé entonces asombrado hacia mi acompañante pero este no podía verme hipnotizado como estaba, seguí con pavor su mirada y noté como en el suelo letras y dígitos formaban una franja oscura, como un rastro, tras los pasos del profesor. Cuando nuevamente me volví , el muchacho tomó sus cuadernos y su libro y salió corriendo.

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