domingo, noviembre 05, 2006

 

Encuentro

Sucedió de esa manera, un tanto casual, un encuentro no planeado con mi otro yo en una esquina húmeda. Llovía a torrentazos. El ruido de la calle sonaba aterciopelado, sordo. Como a través de una cortina de gotas que a la vez fueran de tela. El montón de gente en la boca de la estación del metro servía de tapón para evitar que los secos de adentro salieran a mojarse. Parecían héroes de la sequedad. Por allí pasé distraído, pensando más en el destino de ese día que en el umbral heroico que dejaba atrás.

De una alcantarilla salía humo cual un efecto de video clip musical. En realidad toda mi visión ese día estaba enfocada a esa zona entre las rodillas y el piso. Si subía la cara el agua me cegaba así que caminaba cabizbajo y achinado. Así aprendí el dolor de una púa de paraguas encajada inesperadamente en mi sien. Descubrí de qué color se ponen los zapatos cuando el agua los acosa y los alcanza. La mejor marca de calzado o la peor, todas con el mismo color triste, desabrido, de hollín de calle con cántaros de agua de ciudad, mezclado con aceite y gasolina arrojados hábilmente por los carros sin freno que infestan la ciudad. A esos los conozco muy bien.

En medio de esa emulsión de líquidos, emociones y colores se ocultó un hueco. Ese hueco en donde caería hasta la pantorrilla. Luego me pareció un hueco con dientes. Dientudo. Hiriente. Desgarrador. Cómo mi grito. El pantalón hecho tiras y el tobillo torcido más allá de lo decentemente permitido. Por fortuna salvé la rodilla soltando todo lo que traía: un libro viejo, un morral, un paraguas, posando las manos firmemente en el pavimento, manchándome de tubo de escape, de suelas, de escupitajos, de sudores, de polvo aguado.

Allí en ese instante, durante esos primeros segundos en los que nadie, ni tú mismo, saben lo que ha pasado fue cuando apareció. Él. Eso. Mi otro yo. Me observó con ojos de malicia, tensos como en espera de una reacción, amargados a la vez. Allí mismo maldije al mundo por no poder salir de aquellos dientes traidores para ir hasta ese yo, me revolví de la rabia e insulté a todo cuanto se me ocurrió insultar. Quedé ronco, a una distancia impotente de los héroes de la estación, o de la alcantarilla humeante, o del paraguas puntiagudo.

Luego esperé que el dolor se calmara (como si alguna vez esos dolores se calmaran) Ese otro Yo se difuminó en medio de una nueva pared de agua y mis intentos por salir lentamente, mirando sombrío la acera y más allá a los habitantes indolentes que se reproducen cuando llueve.

Esto ya me había pasado antes, en aquella otra avenida, más allá del parque. Recuerdo vagamente que la reacción de la gente fue más o menos la misma. Me miraban como a un loco enfurecido, sucio igual que sus zapatos y decían lo mismo que esta vez “ese es el vago que ronda por aquí, hablando solo y con un libro que nunca lee”

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