domingo, noviembre 05, 2006

 

Los viejitos


Conocí a aquella pareja de viejos en un restaurante al lado de la playa. Tomaban juntos unas cervezas y escuchaban concentrados una vieja guaracha. De vez en cuando se paraban y bailaban tranquilamente. Luego se sentaban y recordaban amigos o anécdotas. Me sorprendieron cuando de pronto le pidieron al encargado de la música, un negro prieto mal encarado llamado Eusebio, que les pusiera algo de Mozart. Eran las 2 de la tarde y en ese local no había más nadie. Así que en medio de ese ambiente tropical y caliente que más bien invita a la parranda y a la música caribeña comenzaron a resonar las notas de una sonata. En ese momento me venció la curiosidad y le pregunté a Eusebio la historia de esos viejos, él me los presentó y ellos me contaron su historia a lo largo de dos horas cálidas y serenas de total paz en aquel restaurante acompañados de cervezas frías. Los dos estudiaron música en academias reconocidas y se convirtieron en concertistas de renombre, ella tocaba el chelo y él tocaba el piano. Él se convirtió también en el profesor más joven de la escuela de música y en su segundo año la conoció a ella. Una estudiante aventajada que aprendía rápidamente todos los detalles de la música de Mozart, Beethoven o Stravinsky. Él era un profesor estricto que imponía respeto y disciplina en sus clases y los alumnos además de respetarle también le tenían un poco de miedo por dar la impresión de que en cualquier momento le iba a tirar el atril por la cabeza a cualquiera (cosa que nunca ocurrió). Ella le temía y respetaba tanto como los demás y también comenzó a atraerle su fuerza, sus conocimientos y su pasión por la música clásica. Él se sintió flechado apenas ella cruzó la puerta de su salón de clases por primera vez, pero lo estricto de las reglas de la academia así como sus propios principios le impedían intentar algún acercamiento. Finalmente llegó el momento de preparar los conciertos de fin de curso y él le asignó a cada estudiante su pieza a interpretar, algunas con él acompañándolos al piano (cosa que aterraba a los alumnos). A ella le tocó una pieza especialmente difícil y pasaba horas en la escuela ensayándola sola o con el profesor. En esas ocasiones nunca se dijeron alguna palabra sobre sus sentimientos pero discutían sobre la pieza y comenzaron a sentir que se entendían muy bien. El día antes del gran concierto ella tenía ya cuatro horas largas ensayando su pieza y cansada decidió tomarse un descanso de unos minutos allí mismo recostada en un sofá. Para ello, y pensando en quitarse las notas que le estaban dando vueltas en la cabeza por un rato decidió poner un disco de Beny Moré de sones y boleros con un volumen muy bajo ya que en la academia se consideraba una herejía traer o escuchar ese tipo de música. Pero resulta que en la casa de ella desde que era una niña se había escuchado, bailado y gozado con esos ritmos tan pegajosos, danzones, sones, boleros, guarachas, etc. Ella puso la música y se recostó hasta quedarse casi dormida cuando de pronto se abrió la puerta del salón y entró él rápidamente trayendo una partitura. Se paró en seco oyendo la música y mirándola a ella. Ella se levantó torpemente y como pudo quitó el disco y lo guardó pidiendo disculpas una y otra vez. Él se limitó a dejar la partitura en un estante, la miró inclinando un poco la cabeza a modo de despedida y se fue. Desde ese momento y hasta el concierto pasaron las peores horas de su vida para ella, eso me contaba la señora con ojos chispeantes viendo el atardecer en la playa. A la hora de comenzar a tocar, con el auditorio repleto de personas, ella ya estaba con los nervios destrozados escuchando a los demás compañeros tocando sus piezas sin mayor contratiempo. Cuando le llegó su turno se sintió helada y al sentarse frente a su chelo se paralizó por completo. Luego de que anunciaron la pieza, el profesor se sentó al piano junto a ella sin mirarla. Pasaron varios minutos sin que ella reaccionara. El público comenzó a hablar y ella sintió que definitivamente su vida iba a terminar allí. En ese momento él se volvió al público, pidió silencio y comentó que había una pequeña variación en el programa. Luego le dijo a ella en voz muy baja: “cuando pueda acompáñeme con esta canción” y acto seguido comenzó a tocar soberbiamente al piano “Lágrimas Negras”, la canción inmortal de Miguel Matamoros en tiempo de son. El público se quedó mudo y ella totalmente asombrada comenzó muy lentamente a tomar el chelo y a acompañarlo a él ya en la segunda vuelta de la pieza. Las lágrimas le inundaban los ojos. Tocaron por unos diez minutos la canción haciendo variaciones en cada vuelta y cuando terminaron se vieron a los ojos por varios segundos llorando los dos, ella en el chelo y él en el piano. No se dieron cuenta del caluroso aplauso que les brindó de pie el público y de lo mucho que se iba a hablar de ese concierto en el futuro. Sólo supieron en ese momento que iban a ser el uno para el otro para toda la vida y que disfrutarían por igual tocar Hayden que tocar y bailar con Beny Moré.

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