viernes, noviembre 06, 2015

 

Elaiza:




El aeropuerto, de madrugada, es una exposición de cuerpos sin alma. Grises o verdes, deambulando con pesar de un mostrador al otro, por los amplios pasillos, o muy fríos o muy calientes, atravesando la máquina de rayos X  siempre con la certeza de estar siendo humillados. Peor aún cuando te toca quitarte los zapatos y sentir en tus pies un gélido y sucio piso, sobre el cual se cuentan por miles los pasos nerviosos por la mirada de unos guardias con vocación de patanes.

En ese sopor adormilado, la búsqueda de un café y de algo para desayunar, también tiene un sabor a decadencia, a soledad brutal. En los pocos locales que abren a esa deshora para vender sus frituras y un café que siempre sabe aguado, de tan poco amor con el que se hace, se forman las infaltables filas de viajeros madrugadores. Taciturnos o hablachentos. Hay de todos los tipos, para todos los gustos y disgustos.

Yo pertenezco al clan de los enfurruñados, de los que apelan a un libro y a los audífonos para no hablar con nadie y para que nadie te hable. Suele pasar que, entonces, toda esa escena brumosa de compradores trasnochados pidiendo empanadas, café marrón y jugos, se me musicaliza con canciones que hablan de playa, de alegría, de luz y de fiesta. A veces hasta bailo solo.

Pedí una arepa con queso y un jugo de lechosa. La arepa triste, tibia. El jugo tan desabrido que provocaba consolarlo. Me acomodé allí en una mesa cerca de la fila de ese local. Saqué un libro y revisé unos segundos el teléfono. Luego me puse a mirar a los viajantes, atestiguando la modorra, y entonces, cruzando lentamente por una esquina, vi aparecer a Elaiza Gil.

Vino caminando por ese pasillo, también grisácea, adormilada, seria, desmaquillada, pero bella. Tenía un vestido sencillo de tela de jean, portaba un bolso grande, zapatos de tacón mediano. “Seguro que va a llegar directo a trabajar” pensé,  “si no, se hubiera venido con ropa de viaje, un pantalón equis y cualquier franela con un suéter. Ella no es de las divas fashion”

Pasó a mi lado, hizo su cola y compró su desayuno. Iba sola. Luego comenzó a buscar lugar para sentarse. Entré en conflicto con mi acostumbrada timidez, aunque ya los años la han ido borrando a cambio de un desparpajo muy bien fingido para este tipo de situaciones, sin embargo, el tímido siempre es tímido en esencia. Lo es toda su vida.

Tardé unos segundos en decidirme, pero cuando la vi dirigirse a otra parte, le ofrecí un asiento en mi mesa. “Si quieres te sientas acá, no está ocupado”. “Gracias”, dijo Elaiza, con una media sonrisa que brilló como faro estival en medio de esa bruma blanco y negra del madrugonazo. Se sentó envuelta en un perfume suave que se mezclaba sin prisa con el aroma del budare cercano.

Lo obvio. Pasaron tres minutos sin que habláramos.

Yo puedo ofrecer el asiento, hasta decir una o dos frases hechas en el momento, pero iniciar una conversación casual tratando de no parecer un sádico o un fastidioso de los del clan de los hablachentos, es otra cosa.

Ella revisó su celular. Yo pasé la página de mi libro sin haber leído ni una letra. Pasaron por lo menos dos minutos más.

Finalmente apelé a la amistad común.

“¿Tú conoces a Carlos Arraiz, verdad?, ¿el actor?”. “¿Carlitos?, ¡claro!, es mi amigo”, dijo poniéndose radiante de inmediato. Le dije, “yo lo conozco desde hace años. Estudié con su primo que es uno de mis mejores amigos, y somos súper panas pues”. “¿Qué tal?, ¡qué casualidad! Justo lo vi ayer en el BOD”. “Él es un vacilón, siempre fue un loco”, entonces le conté…

Una vez planeamos un viaje a La Sabana. El jeep salía desde Parque del Este. Allí nos encontramos: Carlos, su primo César, con esposa e hijo, otra pareja de amigos también con un hijo y yo. En el jeep, la parte de atrás era muy estrecha, apenas cabíamos nosotros junto con otras cuatro personas; una pareja madura y una pareja de adolescentes. Todos vestidos para la playa. Carlos entonces dijo: “¡coño!, ya debe estar por llegar el gordo Juan Carlos. Cuando llegue y se siente, entonces si vamos a estar apretados. ¡Que se siente a tu lado!” y me señaló.

Las dos parejas, en silencio, se miraron abriendo los ojos, y comenzaron a tratar de ganar el mayor espacio posible en los asientos, removiéndose nerviosas. Yo miraba para otro lado por la ventana llorando de la risa y aguantando la carcajada. No existía ningún gordo Juan Carlos.

De eso nos reímos por muchos años.

Elaiza también se rió. Bella, musical, con cadencia de sinfonía. Luego me contó otras loqueras de Carlos, pero ya yo estaba distraído, feliz por el encuentro y por la conexión, que sabía efímera.

En una pausa le pregunté: “¿Y para donde viajas?”. “Voy a Barcelona”. “¡Ah!, que tal, otra coincidencia, yo también”

Llamaron a abordar mi vuelo y me despedí con un “chao Elaiza, encantado. Saludos a Carlos”. “Igualmente, yo le digo, gracias por la conversa” respondió.

Ese día viajé, por trabajo, desde Barcelona hasta El Tigre, ida y vuelta, recorriendo las carreteras infinitamente rodeadas de verde que se ven en oriente.

Más tarde, almorzando con una amiga taxista antes de volver al aeropuerto, pero esta vez el de Barcelona,  su teléfono repicó. Un mensajito de texto. “En una hora debo hacer un traslado desde el hotel”, dijo y se sonrió. “¿Qué pasó?”, pregunté curioso. “Es que este nombre me suena… ¿tú conoces a Elaiza Gil?”, “¡Claro!, es una actriz que ha trabajado en un poco de novelas y películas”. “Bueno, el traslado que tengo que hacer es con ella…”

Esa fue la mamá de las casualidades.
 

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miércoles, marzo 21, 2012

 

Intento

Lo intenté, juro que lo intenté.

Decía la consigna “escribe un relato sobre algo o alguien que no llega a su destino” y me comencé a estrujar las ideas para inventar una narración, un conjunto de palabras que cumpliera esa meta.

Pero se fue la luz, la computadora se nubló. Mi ánimo también. Me levanté por un café y me senté frente a la ventana del salón a hojear la prensa y a contemplar el gris comienzo del día gracias a una llovizna melancólica.

Luego de una hora decidí escribir al estilo antiguo y fui en busca de un lápiz y unos pliegos de papel. Me costó mucho conseguir lápices, sólo plumas, bolígrafos y marcadores. Los pliegos de papel los arranqué de un libro de dibujos viejo que tenía debajo del DVD.

Tracé el inicio de mi relato, una letra A, pero se rompió la punta del lápiz y, ¡ay señora!, si me costó encontrar un Mongol N° 2 no te quiero contar lo imposible que fue hallar un sacapuntas. Luego de veinte minutos de búsqueda apelé al cuchillo de cocina, ese con el que cortaban latas y zapatos en la TV, y le saqué punta al lápiz y un tajo a mi pulgar.

Luego de la sangre, el alcohol, el lápiz que se cayó en el piso y rodó debajo de la biblioteca, el algodón que no encontraba en el gabinete del baño hasta que recordé que lo había dejado en la cocina para aceitar el abrelatas, el dolor y el enojo, entonces me serené y tomé un bolígrafo negro y mis hojas blancas y me fui a sentar en el balcón.

Por supuesto, no tenía tinta, por eso fue que salieron volando los pliegos tamaño carta totalmente en blanco por el balcón ese día lluvioso, cortado y sin luz. Mi paciencia estalló.

Desairado me preparé un desayuno bien grasoso y un café meloso. Necesitaba nuevas fuerzas para enfrentarme a mi redacción, pero entonces sonó el teléfono. Un amigo me contó largamente sus problemas y me pidió un par de favores de esos que sólo se piden mañaneros y en confianza.

Agarré las llaves para salir pues, para ayudar a mi compinche, y volví a leer la consigna: “escribe un relato sobre algo o alguien que no llega a su destino”.

Lo intenté, juro que lo intenté.

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viernes, noviembre 25, 2011

 

Macondianos


Esta gente vivía en Macondo, todos eran macondianos, pero unos se consideraban macondistas y los otros se hacían llamar macondeños y se miraban entre sí siempre con sospecha y desprecio. Cosas de la cultura cuando se mezcla irremediablemente con la política y se ensucia asquerosamente con el negocio.

Los macondistas llamaban al cambio total, a la vida libre, a la igualdad pluscuamperfecta de todo individuo en una sociedad totalitariamente tomada por todos para todos. Para ello se montaban en viejas estructuras de mando, se encerraban en garitos, establecían jerarquías y elegían representantes y élites, preclaros, líderes, gerentes y todo el titulaje a la mano para querer decir “este sabe y aquel no”, “este manda y aquel que obedezca”. Se pisaban el ombligo cada vez que querían igualar frente con frente pues terminaban topándose con el hombro, la cintura y un montón de veces con los pies de los otros. Pese a todo se regodeaban con su ilusión de igualdad y vivían los mismos problemas de siempre, sin solución, pero al menos con el consuelo espiritual del soñado igualitarismo que nunca terminaba de llegar. Gastaban horas y horas de teoría hablada y escrita mientras por su lado seguían pasando delitos viejos, vicios añejos, malas costumbres vitalicias, eternos malos hábitos. Los macondistas llamaban presumidos a los macondeños. Les llamaban ignorantes y vendidos. Les despreciaban sin recato pese a venir de la misma raíz macondiana que engendró a todos por igual.

Los macondeños llamaban al no cambio cambiario, a la vida libertina auto regulable, a la igualdad por el dinero, el estudio o la ropa autoproclamada igualdad absoluta en una sociedad para los más aptos con grandes alfombras debajo de las cuales guardar a quienes no pagaran cover. Llamaban a cambiar las cosas pero dejando todo donde estaba, levantando el florero sólo para pasar el trapo por debajo. Discursaban diversidades, consensos, democracias y libre palabra pero azotaban contra el muro a quien en las fiestas bailara con pasos demasiado propios, demasiado no conformistas. La iconoclastia se igualaba a la herejía para los macondeños y promovían la tolerancia intolerante, la aceptación de todos por igual pero si eran iguales. Se les enredaban los dientes al tener que decirle a alguien no aceptable para ellos que la mejor vida para Macondo venía provista de paquetes económicos represivos para arrinconar a los feos macondistas, feo-hablantes, feo-vistientes, feo-pensantes y de una campaña publicitaria que diría en toda pantalla gigante, plana, tabloidera o internética que la maravilla se había apoderado de esas tierras.

Macondeños y macondistas siguieron así igual por años. Llegaban a la plaza por distintas entradas pero se sentaban en los mismos bancos, escuchaban la misma retreta, bailaban los mismos pasodobles, se calentaban las manos con la misma fogata, alimentaban las mismas palomas y comían los mismos algodones de azúcar. Luego salían a hurtadillas, mirando por encima del hombro, unos por la puerta Este y los otros por la puerta Oeste, a desmentir su igualdad y pregonar su juicio superior. Al llegar a casa veían los mismos programas de TV y dormían los mismos sueños roncando con iguales tonalidades. Al llegar al mercado compraban las mismas latas y se dejaban seducir por los mismos melones, las patillas, el jugo de guayaba. En las fiestas tradicionales cantaban los mismos temas. En los deportes ligaban los mismos equipos. Usaban los mismos nombres. Creían en el mismo Dios y en las mismas leyendas. Se narraban con el mismo acentico criollo que hasta en el otro lado del mundo era reconocido como macondiano típico: “Mister, excuse me, you have to be macondian ¿right?”

Pero antes que a su identidad e igualdad macondeños y macondistas preferían hacerle caso a sus sospechas y se acusaron por décadas, se persiguieron, se golpearon, se insultaron. Perdieron tanto tiempo deleitándose con la polémica que olvidaron construirle a la plaza dos portones más, arreglar la fuente, limpiar las cagarrutas de las palomas y pagarle a los músicos de la banda.

Entonces ya no hubo plaza, ni agua, ni música. Sólo videos y pantallas. Y la sospecha.

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viernes, enero 28, 2011

 

La Tranca

Encender mi carro económico y tener la certeza de que ese día cambiaría todo fueron una sola cosa. Retrocedí y enfilé hacia la salida del estacionamiento. Una vez tuve la mitad del vehículo fuera del portón encontré la eterna fila de carros de todas las mañanas esperándome. La cola, la tranca de esa hora.

Pegué casi parachoques con parachoques con el de adelante mientras que el de atrás casi rozaba mi puerta con su Explorer deseando no haberme dado paso tras sus vidrios ahumados prohibidos, según las autoridades, pero nunca eliminados.

Allí quedé, delante de la Explorer y detrás del Corsa. Sintonicé la emisora de música, chistes y reportes del tránsito y aguardé el lento avance cotidiano de los carros antes de incorporarse a la avenida principal.

Distraído acomodando unos papeles en mi maletín, el locutor que reportaba desde hacía rato el estado de calles y avenidas dijo algo que me llamó la atención. Subí el volumen al momento de hacer un pase al reportero que estaba en helicóptero:

“A ver, repítanos la información”

“Bueno podemos ver una sola cola de carros desde la entrada Este hasta la entrada Oeste de la ciudad, al Norte y al Sur igualmente están trancadas las autopistas principales y todos sus accesos, las calles laterales, avenidas, veredas. Todo está totalmente repleto de carros y trancado. ¡Es increíble! El último movimiento de vehículos que pudimos notar fue un pequeño carrito barato color verde oscuro que salió de un estacionamiento hace 5 minutos y se incorporó a la cola”

“¡Ese soy yo!, ¡Coño, está trancada toda la ciudad!”. No sabía en ese momento que al meterme en el pequeño hueco de la cola había puesto la última pieza del gran rompecabezas automotor citadino.

Pensé en retroceder de nuevo al estacionamiento a esperar que bajara la congestión pero la camioneta de atrás me impedía cualquier movimiento. Ni para atrás, ni para los lados, ni para adelante había espacio posible para mover ningún carro. Ni siquiera las motos podían rodar más allá de algunos pocos metros.

Me dije que tarde o temprano tendríamos que movernos así que apagué el carro y seguí leyendo mis papeles.

Y pasó la primera hora, luego la segunda. Al mediodía, 5 horas más tarde, todos los carros estaban apagados y la gente en las aceras hablando. Yo subí de nuevo a casa dejando el carro bien cerrado con la radio pegada a mis oídos escuchando los reportes de la mega tranca y viendo en televisión la toma aérea desde la cual apenas se veían pequeños espacios de pavimento en las vías.

A las 7 pm desperté asustado. La radio seguía incrédula hablando de gente que había que tenido que caminar kilómetros para llegar a sus trabajos o a sus casas, dejando los carros bien atrás. La pantalla mostraba reportajes teniendo por fondo filas infinitas de vehículos y gente molesta y asombrada pasando a montones por las aceras.

Ese fue el primer día de La Tranca. Lo recuerdo claramente aunque ya han pasado tres años desde entonces. Hubo unos lugares donde la gente sólo pudo salir de sus carros por las ventanillas y otros donde tuvieron que abrir como abrelatas el techo para sacar a las personas. Por supuesto que se regaron muchos rumores: gente que murió asfixiada, invasiones de carros, robos, etcétera. Pero nunca se confirmaron. Hasta había callecitas donde decían que salía un espanto de un viejo Malibú o de un autobús destartalado.

Al año se produjo la primera gran manifestación: una marcha hasta la Casa de Gobierno. Comenzó a media mañana y avanzó a buen paso pero apretujada por las aceras, la convocatoria había sido masiva. En un momento determinado de desesperación y ahogo, un hombre se subió encima de un carro y comenzó a caminar a saltos de un techo al otro, abollando algunas partes, molesto, reclamando. Lo siguieron 10, luego 100, luego fueron miles de personas aplastando carros con sus pies mientras iban a exigir respuestas al gobierno.

Pasó todo un año de protestas similares, apenas reprimidas desde lejos por los disparos lacrimógenos de la policía y los militares. La altura de los carros sobre las calles se había reducido hasta apenas unos centímetros de una capa metálica, retorcida, con pintura resquebrajada y muchos vidrios a punta de pisoteos molestos de los miles de manifestantes.

El gobierno entonces, pidiendo una tregua, movilizó (a pie) cuadrillas de limpieza de los vidrios y grupos de cortadores con sopletes y esmeriles para “alisar” la capa de metal. Luego en un comunicado leído en todas las emisoras, el gobierno instó a realizar marchas organizadas que permitieran reducir aún más la altura de los carros para convertirlos en la “nueva vía” hacia el progreso de la ciudad, libre de carros, menos contaminada y más sana. Los políticos no desperdician oportunidad alguna para hablar de progreso y cambio. Para hablar, no más.

La gente, al principio recelosa, finalmente accedió a realizar las caminatas casi a diario. El gobierno incentivó aún más la actividad realizando conciertos, obras de teatros, rifas y mercados en los puntos finales de las avenidas y plazas principales.

A los dos años y medio desde que coloqué la última pieza de la mega tranca, todas las calles de la ciudad estaban perfectamente cubiertas por una delgadísima capa de metal, plástico y cuero que permitía la circulación por encima de ella de motos, bicicletas y patines. Una vez más la ciudad tenía fluidez de transporte y efectivamente el nivel de salud de todos comenzó a subir notoriamente así como a bajar los índices de contaminación. Todos nos movíamos a dos ruedas o sobre tablas rodantes.

Era un nuevo despertar.

Hoy, seis meses más tarde, subí a mi bicicleta de segunda mano, me puse el casco y las rodilleras y salí del estacionamiento escuchando mi radio portátil con audífonos. Cuando crucé la última esquina para salir a la autopista dijeron algo en el programa de siempre que me turbó como nunca: en la avenida 14, justo antes de llegar a mi trabajo, había un embotellamiento de bicicletas desde las 6 am y en la entrada norte de la ciudad el tránsito fluía lento debido al alto volumen de patineteros y motorizados que confluían a la ciudad a esa hora. El locutor propuso canales de contraflujo de una vez en ciertos puntos de la ciudad para bajar las colas bicicleteras e hizo un llamado a las autoridades para instaurar días de parada...

La pesadilla volvía a comenzar.

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miércoles, septiembre 15, 2010

 

Fútbol

4 de la mañana. Camino atontado de cerveza, ron y humo por una de esas callejas laterales del Boulevard de Sábana Grande. A esta hora en estas latitudes no pega casi frío así que marcho con mi franela del Che, pantalones desmechados y sandalias. Voy de un bar malandro a otro más rockero.

Por la avenida principal caminan, están de pie o sentados los espectros de esa hora: piedreros, trasnochados, enguayabaos, transformistas, prostitutas, ebrios, ladrones, vecinos, locos y otros que, como yo, lo que van es en tránsito de un pre despacho a la rumba para amanecer.

Encima llevo algo de mariguana. Una cantidad suficiente para salvar cualquier momento demasiado aburrido en el resto de la noche y para llegar a la mañana sabroso, relajado y con hambre.

Delante de una Santamaría más que cerrada a esa hora juegan unos muchachos, quizá piedreros, quizá rateritos, quizá sólo estudiantes alérgicos a la cama y a la luz. Se pasan un balón de fútbol ya bastante roído, agrietado, con un hueco en un lado y algunas reparaciones hechas con teipe marrón de ese que se usa para embalar.

El balón llega a mis pies y lo devuelvo con la agilidad de quien viene con la sangre achispada. Va y viene el balón por el aire o por el piso. La portería es la Santamaría donde resuena el pelotazo cuando el arquero encandilado de madrugada no puede parar el chute.

Duro apenas unos minutos pateando el balón. Justo cuando me hacen el último pase la pelota se aleja un poco por la acera y voy en su busca. Es entonces cuando aparecen en toda la esquina tres PM, Policías Metropolitanos, vestidos de oscuro, de peligro para los espectros sabaneros, peor aún si además de la pinta en cuanto a ropa y hora se refiere tienen las greñas como las que me gasto desde hace años, un pelúo pues.

El PM peor encarado se adelanta caminando veloz y me grita “¡Epa!, quédate quieto. Deja eso ahí”. Detengo pues el paso justo un metro antes del balón. Los otros PM se quedan un poco más atrás.

El mala cara mira la Santamaría, mira a los otros jugadores, me mira a mi, mira al balón, como midiendo agresiones, escapes, rolazos, dimensiones de la jaula, ¡Que se yo!

De pronto afinca más el paso y justo antes de la pelota se detiene y le da una formidable patada directo al “arco” improvisado. Se ríe. Los otros PM se ríen. Marcó un golazo indiscutible. Le devuelven la pelota y echa otros tres o cuatro chutes. Luego sigue caminando con los otros dos hablando del Mundial que está por comenzar.

Dejo a los jugadores con su pelota y sigo hasta el siguiente bar. Otra noche de rock and roll a lo caraqueño pues.

Versión sobre anécdota real de L. Calello

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jueves, marzo 18, 2010

 

Salto al vacío

Finalmente, luego de pasar tanto tiempo entre mis semejantes, decidí saltar al vacío. Ya no quise seguir con esa sensación de estar todo el tiempo en el aire y con una creciente opresión.

Salté pues desde lo más alto y sin mirar atrás. No reparé si había más nubes o un cielo azul infinito a mis espaldas.

Al sentir la brisa arropándome con fuerza mientras caía con un zumbido que me arrullaba, dejé volar mi imaginación. Recordé mis primeros tiempos de liviandad y despreocupación. Era una vida revoloteante, flotante, vacía de presiones y sonriente. Luego con el tiempo se fue transformando en algo gris, cargado y pesado. Algo que no soporté vivir más.

Mientras me acercaba al suelo observé los techos de las casas, los cables, los pocos sembradíos aquí y allá. Se veían distorsionados de tanto calor que les azotaba. Las calles cubiertas de humo, la tierra con un tono amarillo pálido, sedienta y resquebrajada. La gente, que parecía un montón de puntos crecientes, andaba cabizbaja pero apurada para no calcinarse con la sequía.

Caí pues, cada vez más cerca del final, a un vacío que no era tal, repleto de aire, partículas, un avión comercial que se bamboleaba estridente, unas aves en bandada sedienta, más humo y más polvo…hasta que por fin llegué a la tierra.

Luego del impacto tan poderoso que levantó varias piedrecillas, me fundí con el terreno y me transformé en una partícula de barro húmedo luego de ser la primera gota que cayó de un anhelado aguacero.


Publicado también en las Petruscosas y en ShortCuentos
Foto de Davide-DiploD

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jueves, marzo 11, 2010

 

Atraco frustrado



Apenas crucé por esa calle entendí que había cometido un error. A media cuadra sentí en la espalda al malandro dispuesto a robarme apoyando lo que supuse era su pistola entre mis vértebras lumbares.

- ¡Dame la cartera y el reloj! – me espetó con acento camorrero

- Toma la cartera – le dije – pero ahí hay sólo los 20 Bs que iba a utilizar para pagar el taxi hasta mi casa y aquí está el reloj…pero ya está casi sin pilas y se atrasa cada 15 minutos.

El tipo tomó impaciente la cartera y efectivamente consiguió los 20 y una tarjeta electrónica. El reloj igual se lo puso aunque pudo comprobar que ya estaba bien atrasado además de tener la mica muy rayada.

Señaló hacia delante:

- ¡Allá hay un cajero, vamos para que saques dinero! – me ordenó

Al llegar al cajero medio tropezando y mientras marcaba mi clave le comenté:

- Esta mañana pagué la luz, el teléfono, una deuda que tenía con tres amigos y un almuerzo en Burger King. Tengo nada más como 70 Bs en la cuenta –

Él atracador comprobó mi bancarrota en la pantalla y se comenzó a molestar:

- ¡Bueno, dame esa ropa, pues, paltó, pantalón, camisa, zapatos!-

- Ve agarrando pues…pero te digo que esta chaqueta me la regaló un amigo hace como 5 años y es la única que uso para ir a trabajar alternándola con un suéter viejito que tengo. Mira. Tenía unos rotos en los codos y en uno de sus bolsillos pero lo mandé a arreglar hace como un año – le dí la chaqueta y luego quitándome los zapatos le dije – estos zapatos ya están comidos por dentro. Hace 1 mes les puse unos cartones con goma espuma para que la suela no me hiera los pies…y bueno, tienes que echarle betún cada dos días pues se decoloran con cualquier lluviecita.

El malandro fue cada vez bajando su violencia. Guardó la supuesta pistola y fue agarrando la ropa. Me miraba curioso. Yo proseguí:

- Esta camisa todavía sirve pero ya está amarillenta en el cuello y las mangas. Es una de las tres que tengo para ir a trabajar y el pantalón, oye, ese si es nuevo, lo compré hace 2 años en los buhoneros y salió bueno. Nada más una vez se me rompió en la entrepierna, aquí ¿ves?

El ladrón me dijo:

- No, no. Vístase otra vez. ¿Celular? ¿Ipod? –

- Ipod no tengo. Lo último que usé fue un discman de los primeritos que salieron, pero se me dañó. Y aquí está mi celular, lo tengo desde hace 8 años. A veces se apaga solo pero tiene buena señal y le caben casi cien números telefónicos. Agarra ahí

El choro miró su reluciente Nokia y casi se rió de mi teléfono.

- No vale amigo, olvídalo, ese no me lo van a querer ni regalado… ¡ajá! ¿Y que traes en ese maletín?

- ¿Aquí? – respondí mientras se lo mostraba – un periódico, dos revistas del año pasado, una planilla del seguro, unos avisos clasificados y una galleta de soda ¿quieres?

El malandro no quiso la galleta sino que me acompañó hasta una licorería que estaba a dos cuadras de esa callecita oscura. Me brindó dos cervezas y una sopa, me dejó hacer una llamada y luego se despidió dejándome 50 Bs además de los 20 Bs que me había quitado antes.

Nunca entendí esa mirada que me echó antes de irse.

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