jueves, julio 12, 2007
Los comunes
Aquella vagancia no estaba exenta de lecturas y picardías. Las vallas nos sugerían ideas locas que representábamos en teatros de calle frente al museo y a veces un público tan loco como las ideas nos aplaudía lanzando monedas en un trapo de rasgos acoletados que poníamos en el piso.
La lluvia nos volvía cantores y foristas, metidos en un nicho con una bóveda llena de grietas abríamos conversando sobre el titular del día de aquel periódico que todos los días amanecía en un pipote desechado por un señor de camioneta absurda. Luego de diferir sobre algunas opiniones rasgábamos la pureza del aire con notas torcidas que pensábamos era canto profundo. Unos días se nos unía un guitarrista que usaba un montón de trenzas rígidas por la mugre y andaba buscando a Bob Marley escondido entre los comunes que caminábamos de aquí a allá entre la pasarela y el pasaje.

Los “comunes” nos llamaba este señor a quienes no teníamos la genialidad del reggae en nuestras venas. Y si, nos gustaba el nombre, éramos los comunes, ni muy allá, ni muy acá, ni tan viejos para implorar ni tan jóvenes para impedir. Éramos comunes en esas calzadas duras que con el sol se volvían planchas de chino.
Un día nos encontramos frente a una estación de metro, allí hicimos un acto teatral insólito que terminaba con los dos tendidos en el piso boca arriba riendo en voz alta, pero el público disidente con tal desborde de cultura seguía de largo descaradamente y nuestro trapo brillaba con su suciedad vacía.
Nos quedamos viendo largamente las dos escaleras que entraban al metro, una eléctrica, la otra de cemento, por ambas transitaba la gente con diversos grados de azogamiento. Me dijo entonces:
- Los que caminan por las escaleras mecánicas son unos flojos
- ¿Ah, sí? – respondí - ¿y los que caminan por las otras escaleras?
- Nadie se salva
Etiquetas: Bob Marley, comunes, Cuento, reggae
lunes, julio 09, 2007
Ni una palabra...
Este ser llegaba uno a uno todos los días de la semana tempranito al colegio pero resulta que generalmente no era el primero de su salón sino que cuando llegaba ya estaba ella, allí, sentadita, preciosa y simpática, en una palabra: turbadora a nivel de arrase para un muchacho adolescente.
Hace poco se la encontró otra vez…pero como esto no es una historia al estilo Hollywood sino más bien un tanto quiroguiana, él la vio venir por el pasillo del centro comercial guiando un coche de bebé con bebé incluido y se le echaron encima esos helados recuerdos de cientos de mañanas mudas con ella al alcance de un beso. Esos son momentos en los cuales uno entiende que el niño o la niña que somos siguen allí a tiro de un miedo o de una emoción fuerte, como la pena del tímido irremediable.
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