viernes, noviembre 06, 2015

 

Elaiza:




El aeropuerto, de madrugada, es una exposición de cuerpos sin alma. Grises o verdes, deambulando con pesar de un mostrador al otro, por los amplios pasillos, o muy fríos o muy calientes, atravesando la máquina de rayos X  siempre con la certeza de estar siendo humillados. Peor aún cuando te toca quitarte los zapatos y sentir en tus pies un gélido y sucio piso, sobre el cual se cuentan por miles los pasos nerviosos por la mirada de unos guardias con vocación de patanes.

En ese sopor adormilado, la búsqueda de un café y de algo para desayunar, también tiene un sabor a decadencia, a soledad brutal. En los pocos locales que abren a esa deshora para vender sus frituras y un café que siempre sabe aguado, de tan poco amor con el que se hace, se forman las infaltables filas de viajeros madrugadores. Taciturnos o hablachentos. Hay de todos los tipos, para todos los gustos y disgustos.

Yo pertenezco al clan de los enfurruñados, de los que apelan a un libro y a los audífonos para no hablar con nadie y para que nadie te hable. Suele pasar que, entonces, toda esa escena brumosa de compradores trasnochados pidiendo empanadas, café marrón y jugos, se me musicaliza con canciones que hablan de playa, de alegría, de luz y de fiesta. A veces hasta bailo solo.

Pedí una arepa con queso y un jugo de lechosa. La arepa triste, tibia. El jugo tan desabrido que provocaba consolarlo. Me acomodé allí en una mesa cerca de la fila de ese local. Saqué un libro y revisé unos segundos el teléfono. Luego me puse a mirar a los viajantes, atestiguando la modorra, y entonces, cruzando lentamente por una esquina, vi aparecer a Elaiza Gil.

Vino caminando por ese pasillo, también grisácea, adormilada, seria, desmaquillada, pero bella. Tenía un vestido sencillo de tela de jean, portaba un bolso grande, zapatos de tacón mediano. “Seguro que va a llegar directo a trabajar” pensé,  “si no, se hubiera venido con ropa de viaje, un pantalón equis y cualquier franela con un suéter. Ella no es de las divas fashion”

Pasó a mi lado, hizo su cola y compró su desayuno. Iba sola. Luego comenzó a buscar lugar para sentarse. Entré en conflicto con mi acostumbrada timidez, aunque ya los años la han ido borrando a cambio de un desparpajo muy bien fingido para este tipo de situaciones, sin embargo, el tímido siempre es tímido en esencia. Lo es toda su vida.

Tardé unos segundos en decidirme, pero cuando la vi dirigirse a otra parte, le ofrecí un asiento en mi mesa. “Si quieres te sientas acá, no está ocupado”. “Gracias”, dijo Elaiza, con una media sonrisa que brilló como faro estival en medio de esa bruma blanco y negra del madrugonazo. Se sentó envuelta en un perfume suave que se mezclaba sin prisa con el aroma del budare cercano.

Lo obvio. Pasaron tres minutos sin que habláramos.

Yo puedo ofrecer el asiento, hasta decir una o dos frases hechas en el momento, pero iniciar una conversación casual tratando de no parecer un sádico o un fastidioso de los del clan de los hablachentos, es otra cosa.

Ella revisó su celular. Yo pasé la página de mi libro sin haber leído ni una letra. Pasaron por lo menos dos minutos más.

Finalmente apelé a la amistad común.

“¿Tú conoces a Carlos Arraiz, verdad?, ¿el actor?”. “¿Carlitos?, ¡claro!, es mi amigo”, dijo poniéndose radiante de inmediato. Le dije, “yo lo conozco desde hace años. Estudié con su primo que es uno de mis mejores amigos, y somos súper panas pues”. “¿Qué tal?, ¡qué casualidad! Justo lo vi ayer en el BOD”. “Él es un vacilón, siempre fue un loco”, entonces le conté…

Una vez planeamos un viaje a La Sabana. El jeep salía desde Parque del Este. Allí nos encontramos: Carlos, su primo César, con esposa e hijo, otra pareja de amigos también con un hijo y yo. En el jeep, la parte de atrás era muy estrecha, apenas cabíamos nosotros junto con otras cuatro personas; una pareja madura y una pareja de adolescentes. Todos vestidos para la playa. Carlos entonces dijo: “¡coño!, ya debe estar por llegar el gordo Juan Carlos. Cuando llegue y se siente, entonces si vamos a estar apretados. ¡Que se siente a tu lado!” y me señaló.

Las dos parejas, en silencio, se miraron abriendo los ojos, y comenzaron a tratar de ganar el mayor espacio posible en los asientos, removiéndose nerviosas. Yo miraba para otro lado por la ventana llorando de la risa y aguantando la carcajada. No existía ningún gordo Juan Carlos.

De eso nos reímos por muchos años.

Elaiza también se rió. Bella, musical, con cadencia de sinfonía. Luego me contó otras loqueras de Carlos, pero ya yo estaba distraído, feliz por el encuentro y por la conexión, que sabía efímera.

En una pausa le pregunté: “¿Y para donde viajas?”. “Voy a Barcelona”. “¡Ah!, que tal, otra coincidencia, yo también”

Llamaron a abordar mi vuelo y me despedí con un “chao Elaiza, encantado. Saludos a Carlos”. “Igualmente, yo le digo, gracias por la conversa” respondió.

Ese día viajé, por trabajo, desde Barcelona hasta El Tigre, ida y vuelta, recorriendo las carreteras infinitamente rodeadas de verde que se ven en oriente.

Más tarde, almorzando con una amiga taxista antes de volver al aeropuerto, pero esta vez el de Barcelona,  su teléfono repicó. Un mensajito de texto. “En una hora debo hacer un traslado desde el hotel”, dijo y se sonrió. “¿Qué pasó?”, pregunté curioso. “Es que este nombre me suena… ¿tú conoces a Elaiza Gil?”, “¡Claro!, es una actriz que ha trabajado en un poco de novelas y películas”. “Bueno, el traslado que tengo que hacer es con ella…”

Esa fue la mamá de las casualidades.
 

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