viernes, noviembre 25, 2011

 

Macondianos


Esta gente vivía en Macondo, todos eran macondianos, pero unos se consideraban macondistas y los otros se hacían llamar macondeños y se miraban entre sí siempre con sospecha y desprecio. Cosas de la cultura cuando se mezcla irremediablemente con la política y se ensucia asquerosamente con el negocio.

Los macondistas llamaban al cambio total, a la vida libre, a la igualdad pluscuamperfecta de todo individuo en una sociedad totalitariamente tomada por todos para todos. Para ello se montaban en viejas estructuras de mando, se encerraban en garitos, establecían jerarquías y elegían representantes y élites, preclaros, líderes, gerentes y todo el titulaje a la mano para querer decir “este sabe y aquel no”, “este manda y aquel que obedezca”. Se pisaban el ombligo cada vez que querían igualar frente con frente pues terminaban topándose con el hombro, la cintura y un montón de veces con los pies de los otros. Pese a todo se regodeaban con su ilusión de igualdad y vivían los mismos problemas de siempre, sin solución, pero al menos con el consuelo espiritual del soñado igualitarismo que nunca terminaba de llegar. Gastaban horas y horas de teoría hablada y escrita mientras por su lado seguían pasando delitos viejos, vicios añejos, malas costumbres vitalicias, eternos malos hábitos. Los macondistas llamaban presumidos a los macondeños. Les llamaban ignorantes y vendidos. Les despreciaban sin recato pese a venir de la misma raíz macondiana que engendró a todos por igual.

Los macondeños llamaban al no cambio cambiario, a la vida libertina auto regulable, a la igualdad por el dinero, el estudio o la ropa autoproclamada igualdad absoluta en una sociedad para los más aptos con grandes alfombras debajo de las cuales guardar a quienes no pagaran cover. Llamaban a cambiar las cosas pero dejando todo donde estaba, levantando el florero sólo para pasar el trapo por debajo. Discursaban diversidades, consensos, democracias y libre palabra pero azotaban contra el muro a quien en las fiestas bailara con pasos demasiado propios, demasiado no conformistas. La iconoclastia se igualaba a la herejía para los macondeños y promovían la tolerancia intolerante, la aceptación de todos por igual pero si eran iguales. Se les enredaban los dientes al tener que decirle a alguien no aceptable para ellos que la mejor vida para Macondo venía provista de paquetes económicos represivos para arrinconar a los feos macondistas, feo-hablantes, feo-vistientes, feo-pensantes y de una campaña publicitaria que diría en toda pantalla gigante, plana, tabloidera o internética que la maravilla se había apoderado de esas tierras.

Macondeños y macondistas siguieron así igual por años. Llegaban a la plaza por distintas entradas pero se sentaban en los mismos bancos, escuchaban la misma retreta, bailaban los mismos pasodobles, se calentaban las manos con la misma fogata, alimentaban las mismas palomas y comían los mismos algodones de azúcar. Luego salían a hurtadillas, mirando por encima del hombro, unos por la puerta Este y los otros por la puerta Oeste, a desmentir su igualdad y pregonar su juicio superior. Al llegar a casa veían los mismos programas de TV y dormían los mismos sueños roncando con iguales tonalidades. Al llegar al mercado compraban las mismas latas y se dejaban seducir por los mismos melones, las patillas, el jugo de guayaba. En las fiestas tradicionales cantaban los mismos temas. En los deportes ligaban los mismos equipos. Usaban los mismos nombres. Creían en el mismo Dios y en las mismas leyendas. Se narraban con el mismo acentico criollo que hasta en el otro lado del mundo era reconocido como macondiano típico: “Mister, excuse me, you have to be macondian ¿right?”

Pero antes que a su identidad e igualdad macondeños y macondistas preferían hacerle caso a sus sospechas y se acusaron por décadas, se persiguieron, se golpearon, se insultaron. Perdieron tanto tiempo deleitándose con la polémica que olvidaron construirle a la plaza dos portones más, arreglar la fuente, limpiar las cagarrutas de las palomas y pagarle a los músicos de la banda.

Entonces ya no hubo plaza, ni agua, ni música. Sólo videos y pantallas. Y la sospecha.

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