jueves, noviembre 01, 2007

 

Los comunes – El libro de los despistados

Cuando andas así, al desgano, sin medir horas ni adivinar días, suele suceder que te extravías entrecruzando rutas inconexas, sin pensamiento acorde, sin destino, sólo un rincón por aquí con un muro donde sentarse, un vacío cómodo.

Llegué luego de quien sabe cuanto tiempo al frontispicio de un iglesia. Alta, blanca, grandiosamente horrenda desde lejos. Con unos estatuines en sus puntas más elevadas y una visión desde la esquina de una avenida de poca monta que hacía recordar una mansión lujosa venida a quintota de tercera.

Extraviado me senté en unos escalones a meditar sobre mis encuentros. Pasado el rato, quizá media hora quizá tres días, busqué en mis bolsillos un par de mangos verdes con esperanza de estar maduros alguna vez. Al sacarlos se cayó al piso el libro que me entregó el filósofo barbudo, no me había acordado de él desde aquel encuentro en el parque.

Lo levanté del piso cuan corto era y lo detallé: tapas oscuras, raídas. Olía a la humedad de cien lluvias y vagamente también a lavanda.

En su primera página leí una pregunta: “¿Recuerdas tu primer paso?”

Pensé en aquellos fugaces tiempos de pantomima de acera y cantos sin fin. Pero más atrás recordé de repente un niño en un espejo…más bien en una foto, procurando explicarse como podía estar él en dos lugares distintos al mismo tiempo. Mi primer hallazgo de conciencia.

Lloré aquel recuerdo casi disuelto como si nunca hubiera salido de casa. Mi primer paso fue el abandono y mi primera lección el desapego, pero no el abandono grácil de quien renuncia ni el desapego tranquilo de quien se echa a la mar cada día.

¿A que le tienes miedo?”. Decía casi al pie de la segunda página. ¿Miedo?... a ver…ahora recuerdo que luego de leer esa página estuve dos días enumerando miedos, algunos repetidos, otros que inventaba en el momento. Terminé siendo un solo temblor, mirando torvo a todo el mundo, armándome de palos y botellas por si acaso. Me escondía en cualquier puente o en callejón. Salía de noche con miedo a las sombras y de día con miedo al azul infinito.

Tras muchos días andando aterrado, sujetando con saña un vidrio esmeralda filoso como navaja me detuve en la sombra de un jabillo. Ahí, apoyado, viendo el sin sentido de los carros rodando por la autopista, berreantes y desenfrenados, la impavidez de los caminantes, la indiferencia del cielo, recordé el libro y casi lo abrí por su tercera página, pero me llené súbitamente de un terror helado a esa tercera pregunta. Lo dejé caer al piso y junto con él me tendí yo también, cubriéndome con las manos, cubriéndome el alma.

Luego de tres noches junto al árbol, viendo la vida desde el piso, el mismo runrún cargante, opresivo, me levanté con cuidado, crujiendo huesos. Me guardé el libro que más nunca abrí y fui a buscar un señor que vendía comida en la calle para que me regalara algún plato desechado.

Nunca me enteré de que en la última página la pregunta era: “¿Qué cosas te llenan de paz?” ni de que con ella más de un despistado se encontró amando la vida.



(Foto de Omar Eduardo)

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